martes, 22 de febrero de 2022

"Puede que tuviese doce cuando mató a su primer enemigo; puede que tuviese menos"

 


En esta ocasión, os traigo un contenido ligeramente distinto de lo que suelo subir a este blog. Mis alumnos de literatura medieval han tenido que realizar un trabajo sobre el Cid en la épica medieval teniendo en cuenta ya no solo el conocido Cantar, sino también el romancero. Para ello, la tarea consistía en reescribir la historia de Rodrigo de Vivar teniendo en cuenta todos esos poemas, y la intertextualidad entre ellos. Dentro de esa premisa, mis estudiantes tenían libertad total para desarrollar lo que quisieran, y algunos han deslumbrado por mostrar una creatividad inusual en estos tiempos tan rígidos. Trabajos como el que aquí ofrezco, de mi alumna Nerea María Sánchez Rincón, son prueba de ello, porque demuestran una lectura comprensiva de las obras seleccionadas y una clara capacidad para advertir cómo dialogan. A ello se le suma el estar escrito en un español no solo correcto, sino muy agradable de leer, lo que convierte el presente texto en algo interesante ya no solo para estudiantes, sino para cualquiera que quiera conocer la historia del Cid según la literatura medieval.

EL MITO DEL CID EN EL ROMANCERO Y EL CANTAR DE GESTA

Nerea María Sánchez Rincón

2º de Filología Hispánica

Literatura Española Medieval

Javier Muñoz de Morales Galiana

Puede que tuviese doce cuando mató a su primer enemigo; puede que tuviese menos. Se llamaba Rodrigo Díaz de Vivar. No la víctima, sino quien empuñaba la espada. El conde Lozano había agraviado el honor de su familia, el linaje de los Laínez, y cualquier castigo que se le ocurriese al Cid, como era conocido, era poco. No importaba su corta edad o que aquel hombre fuese un conde de la corte del mismísimo rey Fernando, a quien él servía. Tampoco importaba el origen de la disputa, sino que debía cumplir con sus responsabilidades. Debía matarlo, y así lo hizo. Algunos dicen que tomó la espada del propio Mudarra, el hijo ilegítimo de Gonzalo Gustios que había sido capaz de defender la honra de sus siete hermanos; y, finalmente, con cierto temor de no ser digno y pidiéndole justicia al cielo, el Cid le cortó la cabeza al conde Lozano.

El rumor de lo sucedido se extendió por todo Burgos, aunque nadie había reparado en algo: ¿qué haría ahora Jimena Gómez, la hija del conde Lozano? La joven acudió a la corte del rey clamando justicia y el Cid la miró con soberbia, empuñando su arma. ¿Quién era aquella joven que decía preferir morir a manos del asesino de su padre que enfrentarse al futuro incierto que la esperaba? Sin embargo, el monarca ignoró las súplicas de la muchacha que había quedado huérfana y desprotegida, y nadie osó decir nada acerca de la joven para no contrariarlo a él o al Cid. Pero Jimena no se dio por vencida, y regresó tiempo después a la corte del rey. Le dijo que, si no era capaz de hacer justicia, entonces no merecía el poder que portaba. El rey supo entonces que debía hacer algo, aunque darle muerte al Cid no era la solución, pues era muy querido y todos sus soldados se rebelarían.

La propia Jimena dio con la solución: se casaría con el Cid y, algún día, el hombre que tanto daño le había hecho le daría algo bueno. El rey aceptó y le mandó una carta al Cid para que el muchacho acudiese a palacio, a lo que el Cid obedeció. La gente hablaba de él, de quien había matado al conde Lozano. Y él, que los oía, estaba dispuesto a enfrentarse a quienes lamentasen la muerte del conde Lozano. Solo consintió apearse de Babieca, su caballo, cuando su padre le pidió que le besase la mano al rey. No obstante, haciendo gala de su orgullo, desenfundó su arma y el rey se espantó y le pidió que se alejase. El Cid se ofendió y acabó marchándose de allí con todos sus soldados. No fue hasta que el rey lo mandó a llamar por segunda vez que regresó de nuevo. Vio a Jimena otra vez, y entonces aceptó la propuesta del rey. Iba a casarse con ella. La boda se celebró en el solar de los Laínez, y aquel día las viejas enemistades se olvidaron, ya que el rey no solo le entregó al Cid la mano de Jimena, sino también nuevos territorios. Regresó a Vivar con ella y le pidió a su madre que la cuidase. Tras ello, marchó a luchar la frontera.

Fueron muchos los enfrentamientos que tuvo el Cid a lo largo de los años, mientras el rey y él luchaban contra moros y cristianos. Mientras Rodrigo se hacía un nombre en toda Castilla y se convertía en el mejor vasallo del rey Fernando, Jimena aguardaba embarazada en los solares de Burgos de su primera hija. Le escribió por ello una carta al rey Fernando, pidiéndole que le permitiese a su marido volver a casa, pero él no lo permitió, sino que le prometió encargarse del cuidado de la criatura en cuanto naciese. Pasaron los años, y ya en su lecho de muerte, el monarca decidió repartir lo que hoy conocemos por España entre sus tres hijos. A Sancho le dio Castilla; a Alfonso, León, Asturias y Sanabria y a García, Galicia y Portugal. Su hija Urraca recibió Zamora, una tierra olvidada cerca del Duero, aunque muy estratégica.

No obstante, Sancho no quiso respetar la última voluntad de su padre u oír los consejos del Cid, que insistió en cumplir con los deseos del ya fallecido. Así pues, procedió a vencer a sus hermanos en batalla e incorporar nuevos territorios a la Corona de Castilla. El Cid, a pesar de no estar de acuerdo, ayudó a Sancho e hizo que el reino triunfase sobre el de los demás. Mientras tanto, Urraca estaba encerrada en Zamora con su ayo, recordando su infancia en palacio con el Cid. El territorio que más anhelaba Sancho era este, con sus torres y muros que la hacían una ciudad muy próspera, pero ella estaba dispuesta a cualquier cosa para defender la ciudad. Y el Cid, que hasta entonces había obedecido a las órdenes de Sancho, aunque reticente, se negó a enfrentarse a Zamora, porque era donde se había criado.

Pese a ello, Sancho sitió la ciudad.

Una tarde cabalgaban a orillas del Duero dos caballeros de Zamora, que eran el famoso Arias Gonzalo y su hijo. Todos salieron a comprobar qué sucedía, incluido Sancho. Padre e hijo, mostrándose soberbios, le pidieron al rey que encontrase a dos caballeros castellanos con quienes luchar, ya que estaban dispuestos a defender los intereses de Urraca. Tres condes oyeron sus peticiones, y entonces se armaron para el combate. A pesar de la diferencia numérica, el padre y el hijo ganaron y Zamora fue tomada por Arias Gonzalo. Entró entonces en escena Vellido Dolfos, un noble leonés y amante de Urraca. El caballero salió de Zamora y prometió al rey Sancho que le mostraría las zonas más vulnerables de la muralla a cambio de su amistad. Y él aceptó, a pesar de que el Cid le había avisado de que podía ser un traidor, al igual que lo había sido su padre.

Efectivamente, Vellido Dolfos mató a Sancho y se refugió tras ello en Zamora. Los soldados del rey se mostraron tristes, pero el Cid fue quien más lo lamentó: le había dicho que enfrentarse a una ciudad tan poderosa como Zamora traería graves consecuencias. Ahora alguien debía enfrentarse a Zamora y a Arias Gonzalo para defender la honra de Sancho. Sin embargo, nadie quería. Los caballeros castellanos no habían querido tomar parte en esa guerra desde el principio, y el Cid seguía firme en su idea de no traicionar a la ciudad que lo había visto crecer. Finalmente, fue Diego Ordóñez, un conde castellano y primo del rey, quien se enfrentó a Arias Gonzalo en Zamora.

En lugar de luchar Arias Gonzalo lo hizo su hijo Fernando, quien perdió la batalla y lo pagó con su muerte. Su padre no se entristeció, porque había muerto defendiendo la honra de Zamora y de Urraca y aún le quedaban cuatro hijos vivos. No obstante, se celebró otro combate y Ordóñez mató a Nuño Arias, otro de sus hijos. En el último combate mató también a Pedro Arias, pero el cuerpo del hijo de Ordóñez quedó dentro del campo y los jueces decretaron que no había ni ganador ni perdedor. La confrontación se apaciguó con el tiempo, y castellanos y leoneses hicieron las paces.

Mientras tanto, Urraca le mandaba a su hermano Alfonso una carta avisándole de que Sancho había muerto para que regresase a Zamora. El rey lo hizo, y entonces recibió los reinos que había tenido Sancho. Leoneses, asturianos, gallegos y portugueses aceptaron su reinado, pero los castellanos pidieron antes que jurase no haber tomado partida en la muerte de su hermano. Fue el Cid quien le tomó jura en Santa Gadea; no se mostró diligente, sino que incluso amenazó al nuevo rey con lo que iba a pasarle si mentía y resultaba culpable del crimen. El monarca juró ser inocente sobre un cerrojo y la ballesta que había matado a Sancho. Finalmente, le pidió al Cid que le besase la mano y le jurase fidelidad, pero él se negó y acabó siendo exiliado. Alfonso decretó un año de exilio, y él, en burla, dijo que se marcharía cuatro. Entonces, estableció un plazo de varios días para que el Cid y sus hombres abandonasen Vivar. Entre ellos se encontraba Alvar Fáñez, su primo y mejor amigo, también conocido como Minaya.

Marcharon a Burgos, pero allí nadie tenía permitido darle acogida al Cid, ya que como consecuencia se enfrentarían a la furia del monarca. Solo una niña se atrevió a decirle que ya no era bienvenido. Martín Antolínez, uno de sus vasallos, decidió ponerse de su parte y ayudarlo con la provisión de víveres. Para ello necesitaban dinero, y no les quedó otra alternativa que acudir a los judíos Raquel y Vidas, que eran usureros. Antolínez fue el encargado de entregarle a los judíos dos arcas mintiendo sobre su contenido: estaban llenas de arena, pero Raquel y Vidas creían que tenían oro. Les prometió que si las guardaban y no las abrían por un año los beneficiarían en el futuro con más dinero. Ellos aceptaron, y como pago le dieron a Antolínez seiscientos marcos con los que pudieron financiar la primera salida. Tras ello, el Cid mandó a su esposa Jimena y a sus hijas al monasterio de San Pedro de Cardeña para que el abad y los monjes se encargasen de su cuidado. No obstante, tuvo que marcharse de allí muy pronto y muy apenado, ya que el plazo iba a expirar en poco tiempo.

Entonces empezó el camino del héroe, el exilio y la búsqueda de la honra.

El Cid llegó esa misma noche a la frontera de Castilla con el reino moro de Toledo. Antes de cruzarla recibió en sueños la aparición del arcángel Gabriel, quien le prometió que todo saldría bien. Esta aparición lo animó, por lo que entró en Toledo dispuesto a efectuar una primera campaña en el valle del río Henares. Dividió la campaña en dos acciones simultáneas: él tomó la plaza de Castejón junto a una parte de sus hombres, y Minaya hizo un saqueo hacia el sur. Salieron victoriosos y obtuvieron grandes ganancias, pero Toledo era un protectorado del rey Alfonso y no querían enemistarse aún más con él, así que se lo vendieron a los moros y prosiguieron con el viaje sin represalias. La segunda campaña tuvo lugar en el valle del Jalón. Primero saquearon la ciudad, y luego establecieron un campamento para cobrarle tributos a las ciudades cercanas y ocupar la plaza de Alcocer, muy estratégica. No obstante, la ocupación empezó a durar más de quince semanas y la población musulmana que vivía cerca se alarmó. Acudieron al rey Tamín de Valencia, quien decidió mandar a dos emires llamados Fáriz y Galve para que derrotasen al Cid y recuperasen Alcocer. Tras tres semanas de sitio por parte de los emires, sin comida y agua, el Cid decidió enfrentarse con todo su ejército a las fuerzas enemigas. La batalla fue larga y difícil, pero consiguió herir a Fáriz y ganar la batalla. A pesar de ello, se encontraba en una situación comprometida como había sucedido antes, por lo que pagó a todos sus soldados y seguidamente vendió Castejón a los moros antes de continuar con su viaje.

Para este punto tenía tantas riquezas que envió a Minaya a la corte de Alfonso con un regalo, queriendo así conseguir su perdón. Minaya consiguió que Alfonso lo perdonase a él por marcharse junto al Cid, pero no el perdón del propio Cid. Mientras tanto, este marchaba al valle del Jiloca y se asentaba en un cerro que acabó tomando su nombre: el Poyo del Cid. Esperó allí a Minaya durante quince semanas, pero, viendo que no llegaba, decidió partir a distintas ciudades y pedir tributo a sus habitantes. Su fortuna no hacía más que aumentar.

Tiempo más tarde, Minaya regresó con doscientos soldados castellanos que habían decidido seguir al Cid y con noticias de Jimena y sus hijas, que estaban bien atendidas en Cardeña. El Cid no perdió el tiempo, y pronto se dirigió hacia el este, donde se encontraba el protectorado del conde de Barcelona, un hombre llamado Ramón Berenguer. Este decidió hacerle frente con un ejército de moros y cristianos, y se dio una batalla en el pinar de Tévar. Como ya era acostumbrado, vencieron el Cid y su ejército, e incluso tomaron al conde como rehén. Pasaron tres días en los que Ramón se negó a comer, hasta que el Cid le dijo que lo dejaría en libertad si comía en su mesa y le permitía quedarse con todo el botín que había obtenido en la guerra, a lo que el conde aceptó.

Después de tanto tiempo y con tantas tierras conquistadas, se había vuelto tan adinerado como cualquier señor de la península. Comenzó entonces el proceso de conquista de Valencia, en la cual el Cid quería crear un nuevo señorío donde asentarse. Empezó con el objetivo de aislar la zona. Para ello tomaron Murviedro y, aunque los moros intentaron frenar el ataque, fue imposible: el ejército del Cid era mucho más fuerte. Del mismo modo consiguió tomar casi todas las ciudades que rodeaban Valencia y cumplir su cometido. Así pasaron tres años, atosigando Valencia. Los ciudadanos le pidieron ayuda al rey de Marruecos, pero este no respondió, y finalmente no soportaron más el asedio y decidieron rendirse. El Cid y los suyos lograron entrar en la ciudad. No obstante, el rey de Sevilla se enteró de la noticia e intentó hacer suya Valencia. Se libró otra batalla más, y otra batalla más ganó el Cid.

Había pasado mucho tiempo y el Cid contaba ya con un ejército de más de tres mil hombres. Además, se había asentado en Valencia junto con sus vasallos más antiguos. Decidió entonces mandar otra vez a Minaya a la corte del rey Alfonso para que le entregase un nuevo presente y le permitiese sacar de allí a Jimena y a sus hijas. Junto a él mandó a Martín Antolínez para que se encargase de saldar la deuda que tenía con Raquel y Vidas. Antolínez debía disculparse de parte de él, además de entregarles los tres mil marcos de plata que les habían pedido hacía tanto y mil marcos más por el favor. Minaya, por otra parte, llegó a Burgos, donde se encontró con el rey. Le dijo que, a cambio de poder llevar a Jimena y a sus hijas a Valencia, Rodrigo le daría más riquezas y tierras de las que le había dejado su padre antes de morir. El monarca aceptó el trato y permitió que la esposa y las hijas del Cid se marchasen. Entonces, Minaya acudió a Cardeña a por ellas. Partieron los tres junto con las damas de las tres mujeres hacia Valencia, donde el Cid las esperaba con alegría.

Después de un viaje muy largo y sin inconvenientes, la familia, entre llantos, se reencontró al fin.

A pesar de esta nueva alegría, el rey Yusuf de Marruecos se propuso hacerse con el territorio de Valencia. Se dio entonces uno de los mayores combates a los que hizo frente el Cid en toda su vida, pues duró dos días. Contra todo pronóstico y pese a lo difícil que fue, lograron la victoria. Consiguieron un gran botín, por lo que decidió enviarle un tercer regalo al rey Alfonso de mano del fiel Minaya y de Pedro Bermúdez. García Ordóñez, que aún estaba enemistado con Rodrigo y se había convertido en un hombre de confianza del rey, intentó llenarle a Alfonso la cabeza de malas ideas. A pesar de ello, Minaya se mantuvo acérrimo y defendió a su amigo.

Entraron entonces en escena los infantes de Carrión, interesados por la nueva riqueza del Cid y por el gran poder que este había cosechado; querían por ello casarse con sus dos hijas, Elvira y Sol. Se llamaban Fernando y Diego y eran de León, pertenecientes a la corte de Alfonso. Los vasallos del Cid regresaron de la corte del rey con la noticia de que Alfonso lo había perdonado, pero también con el posible matrimonio de sus hijas. El Cid no estaba muy conforme con la boda, pero Alfonso había prometido perdonarlo públicamente si aceptaba. En contra de sus propios deseos, le mandó una carta al monarca para encontrarse a orillas del río Tajo y conversar con él, como Alfonso le había pedido. Se presentaron los caballeros de uno y otro; al Cid lo acompañaron Minaya, Pedro Bermúdez, Martín Muñoz, Martín Antolínez, Álvar Álvaroz y Muño Gustioz, mientras que su familia se quedó a buen recaudo en el alcázar junto con Galindo García y Álvar Salvadórez. Finalmente, el Cid se arrodilló ante Alfonso y fue perdonado delante de todos. Al día siguiente pactaron las bodas de sus hijas con los infantes de Carrión. El Cid y sus hombres regresaron junto con los infantes a Valencia, donde se celebraron las bodas, que duraron quince días. Fue Minaya quien las entregó en el altar de Santa María, ya que el Cid seguía receloso. Y así pasaron casi dos años, con los infantes viviendo en Valencia.

Ya adulto, había alcanzado su máxima gloria: tenía oro, tierras y poder y era conocido en todas partes. No obstante, pronto se vería perturbado este periodo de paz. Una tarde estaba él durmiendo cuando entró en palacio un león que se había escapado de su jaula. Los infantes andaban riendo y divirtiéndose, pero en cuanto vieron al animal se acobardaron y se escondieron. El Cid se despertó con los ruidos y la bestia se amansó en cuanto lo vio; además, lo llevó con sus propias manos de vuelta a la jaula. Todos se dieron cuenta de lo cobardes que eran los infantes y se burlaron de ellos, por lo que los hermanos quisieron venganza. La vergüenza se agravió cuando el rey Búcar de Marruecos atacó Valencia y los infantes no quisieron acudir a la batalla porque tenían miedo. Sin embargo, el Cid no se enteró porque Pedro Bermúdez decidió no contárselo. Después de una larga contienda el Cid entró en el campamento enemigo y persiguió a Búcar hasta el mar. Le lanzó su espada, que lo cortó por la mitad. Más tarde regresaron al campamento y el Cid les dijo a sus yernos que estaba orgulloso de la valentía que habían mostrado, aunque fuese mentira. Él no sabía la verdad, pero sus hombres sí, por lo que se rieron de ellos.

Después de tantas burlas los infantes decidieron cobrar venganza. Para ello le pidieron al Cid que les permitiese regresar a Carrión con sus hijas para enseñarles las propiedades que tenían y asentarse allí. Él aceptó, e incluso les dio las mejores prendas, caballos y soldados, además de sus propias espadas, para que allá donde fuesen todo el mundo supiese de su buena posición. Las hijas se despidieron del Cid y de Jimena a las puertas de Valencia. No obstante, el Cid desconfió de los infantes, por lo que mandó a su sobrino Félez Muñoz a que los siguiera para comprobar que todo estaba bien. Además, le pidió a Abengalbón, un amigo suyo, que las recibiese en Molina para que descansasen allí una noche durante el viaje. Los infantes quisieron matar a Abengalbón para quedarse con sus riquezas, pero no pudieron, porque uno de sus hombres los oyó y se lo contó al propio Abengalbón.

A la mañana siguiente partieron de Molina y se despidieron de Abengalbón, que presentía lo que iba a ocurrir, y continuaron con el viaje. Cabalgaron día y noche sin descanso hasta que finalmente llegaron al robledal de Corpes, donde pasaron la noche. Por la mañana le pidieron a su séquito que continuase con el camino para quedarse a solas con Elvira y Sol y abusar de ellas. Ellas suplicaron piedad, pero de nada sirvió. Las abandonaron allí, solas y maltratadas, y se pavonearon de haberse vengado al fin del episodio del león. Afortunadamente, Félez Muñoz llegó al robledal, las socorrió y las llevó a San Esteban de Gormaz para que estuviesen a salvo. La noticia de lo ocurrido empezó a extenderse y llegó hasta el Cid, que pidió que trajesen a sus hijas de vuelta a Valencia. Minaya fue a buscarlas, y después de un largo camino las hijas se reunieron con el padre, quien prometió vengarlas y volverlas a casar.

Mandó entonces a Muño Gustioz al palacio de Alfonso a contarle lo sucedido y pedirle que convocase a cortes a los infantes para que se hiciese justicia. A Alfonso le apenó mucho lo sucedido, por lo que aceptó la petición del Cid y convocó una reunión en Toledo. Tenían un plazo de siete semanas para acudir. El rey Alfonso fue el primero en llegar, y a él le siguieron los condes Enrique, Ramón, Froila, Birbón y muchos más. Al quinto día llegó el Cid con un gran séquito, pero antes de entrar en Toledo pasó una noche rezando en San Servando. A la mañana siguiente entró en Toledo. Muchos condes lo recibieron de buena gana, entre ellos Ramón y Enrique, pero no los que estaban de parte de los infantes. El Cid pidió de vuelta sus espadas, que los infantes le entregaron, y el dinero que les había dado cuando se marcharon de Valencia. No obstante, habían gastado ya las riquezas, por lo que tuvieron que devolverlo en especies.

Sin embargo, el Cid pidió una última cosa: retarlos en combate por intentar deshonrarlo. Fernando dijo que su hermano y él se habían casado con las hijas de un simple campesino y que merecían casarse con las hijas de un rey, pero Pedro Bermúdez salió a defender al Cid y expuso todas las ocasiones en las que Fernando se había mostrado cobarde. Diego también intentó ofender al Cid, y en respuesta Martín Antolínez se enfrentó a él. Asur González entró en palacio e insultó al Cid, y a él también se enfrentó Muño Gustioz.

En aquel mismo momento el monarca los condenó culpables y decretó nuevos matrimonios para Elvira y Sol: a una la casó con el infante de Aragón, y a otra con el de Navarra. Tras ello, Alfonso estipuló que el combate se daría en tres semanas en Toledo, pero los infantes no lo consintieron y decidieron que se daría en Carrión. El Cid agradeció a los condes Ramón y Enrique y al monarca por su apoyo durante el juicio, y les entregó también a los futuros esposos de sus hijas numerosos regalos.

Pasaron las tres semanas y los dos ejércitos se reunieron en Carrión junto con el rey Alfonso, que comunicaría los vencedores y los perdedores. El Cid, por su parte, había regresado a Valencia. Pedro Bermúdez, Martín Antolínez y Muño Gustioz se prepararon para la batalla. Los del Cid vencieron a los infantes que, cobardes, se rindieron antes de que los matasen. Defendido el honor del Cid y sus hijas, los tres regresaron a Valencia.

Finalmente, el Cid había conseguido lo que desde el principio había querido: el triunfo de la honra de su familia. Pese a ello, no gozó por mucho tiempo de ese disfrute, ya que una noche lo visitó San Pedro y le dijo que moriría pronto. Tendría gloria eterna, pero perdería su mejor territorio y el que más le había costado conseguir, que era Valencia. Sin embargo, esto no llegó a suceder, porque Dios le otorgó un último deseo. Cuando sus ojos se cerrasen al fin, su alma aparecería en el campo de batalla para luchar su último combate. Al final, lo único que ocuparon de Valencia los moros fueron ruinas y polvo.

El Cid acabó convirtiéndose en símbolo de nobleza, lealtad y honor. En un héroe que recordar.

Bibliografía:

Anónimo. Poema de Mio Cid, edición, introducción y notas de Ramón Menéndez Pidal, Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2002.

Aznar, José Camón. “El Cid, personaje mozárabe.” Revista de Estudios políticos 31 (1947): 109-144.

Michaelis, Carolina. Romancero del Cid: nueva edición añadida y reformada sobre las antiguas, que contiene doscientos y cinco romances. Leipzig: F. A. Brockhaus, 1871.

Quero, Alberto. “«Maravilla es del Çid, que su ondra creçe tanto». Argumentación y apartes en el poema de Mío Cid.” Estudios Románicos 24 (2015): 199-210.

Vredenburgh, Clifford W. “Notas sobre el «Poema de Mio Cid».” Hispania 23.1 (1940): 21-26.



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