En esta ocasión, os traigo un contenido ligeramente distinto de lo que suelo subir a este blog. Mis alumnos de literatura medieval han tenido que realizar un trabajo sobre el Cid en la épica medieval teniendo en cuenta ya no solo el conocido Cantar, sino también el romancero. Para ello, la tarea consistía en reescribir la historia de Rodrigo de Vivar teniendo en cuenta todos esos poemas, y la intertextualidad entre ellos. Dentro de esa premisa, mis estudiantes tenían libertad total para desarrollar lo que quisieran, y algunos han deslumbrado por mostrar una creatividad inusual en estos tiempos tan rígidos. Trabajos como el que aquí ofrezco, de mi alumna Nerea María Sánchez Rincón, son prueba de ello, porque demuestran una lectura comprensiva de las obras seleccionadas y una clara capacidad para advertir cómo dialogan. A ello se le suma el estar escrito en un español no solo correcto, sino muy agradable de leer, lo que convierte el presente texto en algo interesante ya no solo para estudiantes, sino para cualquiera que quiera conocer la historia del Cid según la literatura medieval.
EL MITO DEL CID EN EL ROMANCERO Y EL
CANTAR DE GESTA
Nerea María Sánchez Rincón
2º de Filología Hispánica
Literatura Española Medieval
Javier Muñoz de Morales Galiana
Puede
que tuviese doce cuando mató a su primer enemigo; puede que tuviese menos. Se llamaba
Rodrigo Díaz de Vivar. No la víctima, sino quien empuñaba la espada. El conde
Lozano había agraviado el honor de su familia, el linaje de los Laínez, y
cualquier castigo que se le ocurriese al Cid, como era conocido, era poco. No
importaba su corta edad o que aquel hombre fuese un conde de la corte del mismísimo
rey Fernando, a quien él servía. Tampoco importaba el origen de la disputa, sino
que debía cumplir con sus responsabilidades. Debía matarlo, y así lo hizo.
Algunos dicen que tomó la espada del propio Mudarra, el hijo ilegítimo de
Gonzalo Gustios que había sido capaz de defender la honra de sus siete hermanos;
y, finalmente, con cierto temor de no ser digno y pidiéndole justicia al cielo,
el Cid le cortó la cabeza al conde Lozano.
El
rumor de lo sucedido se extendió por todo Burgos, aunque nadie había reparado
en algo: ¿qué haría ahora Jimena Gómez, la hija del conde Lozano? La joven
acudió a la corte del rey clamando justicia y el Cid la miró con soberbia, empuñando
su arma. ¿Quién era aquella joven que decía preferir morir a manos del asesino
de su padre que enfrentarse al futuro incierto que la esperaba? Sin embargo, el
monarca ignoró las súplicas de la muchacha que había quedado huérfana y
desprotegida, y nadie osó decir nada acerca de la joven para no contrariarlo a
él o al Cid. Pero Jimena no se dio por vencida, y regresó tiempo después a la
corte del rey. Le dijo que, si no era capaz de hacer justicia, entonces no merecía
el poder que portaba. El rey supo entonces que debía hacer algo, aunque darle
muerte al Cid no era la solución, pues era muy querido y todos sus soldados se
rebelarían.
La
propia Jimena dio con la solución: se casaría con el Cid y, algún día, el
hombre que tanto daño le había hecho le daría algo bueno. El rey aceptó y le
mandó una carta al Cid para que el muchacho acudiese a palacio, a lo que el Cid
obedeció. La gente hablaba de él, de quien había matado al conde Lozano. Y él,
que los oía, estaba dispuesto a enfrentarse a quienes lamentasen la muerte del
conde Lozano. Solo consintió apearse de Babieca, su caballo, cuando su padre le
pidió que le besase la mano al rey. No obstante, haciendo gala de su orgullo, desenfundó
su arma y el rey se espantó y le pidió que se alejase. El Cid se ofendió y
acabó marchándose de allí con todos sus soldados. No fue hasta que el rey lo
mandó a llamar por segunda vez que regresó de nuevo. Vio a Jimena otra vez, y
entonces aceptó la propuesta del rey. Iba a casarse con ella. La boda se
celebró en el solar de los Laínez, y aquel día las viejas enemistades se
olvidaron, ya que el rey no solo le entregó al Cid la mano de Jimena, sino
también nuevos territorios. Regresó a Vivar con ella y le pidió a su madre que
la cuidase. Tras ello, marchó a luchar la frontera.
Fueron
muchos los enfrentamientos que tuvo el Cid a lo largo de los años, mientras el
rey y él luchaban contra moros y cristianos. Mientras Rodrigo se hacía un
nombre en toda Castilla y se convertía en el mejor vasallo del rey Fernando,
Jimena aguardaba embarazada en los solares de Burgos de su primera hija. Le escribió
por ello una carta al rey Fernando, pidiéndole que le permitiese a su marido
volver a casa, pero él no lo permitió, sino que le prometió encargarse del
cuidado de la criatura en cuanto naciese. Pasaron los años, y ya en su lecho de
muerte, el monarca decidió repartir lo que hoy conocemos por España entre sus
tres hijos. A Sancho le dio Castilla; a Alfonso, León, Asturias y Sanabria y a
García, Galicia y Portugal. Su hija Urraca recibió Zamora, una tierra olvidada
cerca del Duero, aunque muy estratégica.
No
obstante, Sancho no quiso respetar la última voluntad de su padre u oír los
consejos del Cid, que insistió en cumplir con los deseos del ya fallecido. Así
pues, procedió a vencer a sus hermanos en batalla e incorporar nuevos
territorios a la Corona de Castilla. El Cid, a pesar de no estar de acuerdo, ayudó
a Sancho e hizo que el reino triunfase sobre el de los demás. Mientras tanto,
Urraca estaba encerrada en Zamora con su ayo, recordando su infancia en palacio
con el Cid. El territorio que más anhelaba Sancho era este, con sus torres y
muros que la hacían una ciudad muy próspera, pero ella estaba dispuesta a
cualquier cosa para defender la ciudad. Y el Cid, que hasta entonces había
obedecido a las órdenes de Sancho, aunque reticente, se negó a enfrentarse a
Zamora, porque era donde se había criado.
Pese
a ello, Sancho sitió la ciudad.
Una
tarde cabalgaban a orillas del Duero dos caballeros de Zamora, que eran el
famoso Arias Gonzalo y su hijo. Todos salieron a comprobar qué sucedía,
incluido Sancho. Padre e hijo, mostrándose soberbios, le pidieron al rey que
encontrase a dos caballeros castellanos con quienes luchar, ya que estaban dispuestos
a defender los intereses de Urraca. Tres condes oyeron sus peticiones, y
entonces se armaron para el combate. A pesar de la diferencia numérica, el
padre y el hijo ganaron y Zamora fue tomada por Arias Gonzalo. Entró entonces
en escena Vellido Dolfos, un noble leonés y amante de Urraca. El caballero
salió de Zamora y prometió al rey Sancho que le mostraría las zonas más
vulnerables de la muralla a cambio de su amistad. Y él aceptó, a pesar de que
el Cid le había avisado de que podía ser un traidor, al igual que lo había sido
su padre.
Efectivamente,
Vellido Dolfos mató a Sancho y se refugió tras ello en Zamora. Los soldados del
rey se mostraron tristes, pero el Cid fue quien más lo lamentó: le había dicho
que enfrentarse a una ciudad tan poderosa como Zamora traería graves
consecuencias. Ahora alguien debía enfrentarse a Zamora y a Arias Gonzalo para
defender la honra de Sancho. Sin embargo, nadie quería. Los caballeros castellanos
no habían querido tomar parte en esa guerra desde el principio, y el Cid seguía
firme en su idea de no traicionar a la ciudad que lo había visto crecer.
Finalmente, fue Diego Ordóñez, un conde castellano y primo del rey, quien se
enfrentó a Arias Gonzalo en Zamora.
En
lugar de luchar Arias Gonzalo lo hizo su hijo Fernando, quien perdió la batalla
y lo pagó con su muerte. Su padre no se entristeció, porque había muerto
defendiendo la honra de Zamora y de Urraca y aún le quedaban cuatro hijos
vivos. No obstante, se celebró otro combate y Ordóñez mató a Nuño Arias, otro
de sus hijos. En el último combate mató también a Pedro Arias, pero el cuerpo
del hijo de Ordóñez quedó dentro del campo y los jueces decretaron que no había
ni ganador ni perdedor. La confrontación se apaciguó con el tiempo, y
castellanos y leoneses hicieron las paces.
Mientras
tanto, Urraca le mandaba a su hermano Alfonso una carta avisándole de que
Sancho había muerto para que regresase a Zamora. El rey lo hizo, y entonces
recibió los reinos que había tenido Sancho. Leoneses, asturianos, gallegos y
portugueses aceptaron su reinado, pero los castellanos pidieron antes que
jurase no haber tomado partida en la muerte de su hermano. Fue el Cid quien le
tomó jura en Santa Gadea; no se mostró diligente, sino que incluso amenazó al
nuevo rey con lo que iba a pasarle si mentía y resultaba culpable del crimen. El
monarca juró ser inocente sobre un cerrojo y la ballesta que había matado a
Sancho. Finalmente, le pidió al Cid que le besase la mano y le jurase
fidelidad, pero él se negó y acabó siendo exiliado. Alfonso decretó un año de
exilio, y él, en burla, dijo que se marcharía cuatro. Entonces, estableció un
plazo de varios días para que el Cid y sus hombres abandonasen Vivar. Entre
ellos se encontraba Alvar Fáñez, su primo y mejor amigo, también conocido como
Minaya.
Marcharon
a Burgos, pero allí nadie tenía permitido darle acogida al Cid, ya que como
consecuencia se enfrentarían a la furia del monarca. Solo una niña se atrevió a
decirle que ya no era bienvenido. Martín Antolínez, uno de sus vasallos, decidió
ponerse de su parte y ayudarlo con la provisión de víveres. Para ello
necesitaban dinero, y no les quedó otra alternativa que acudir a los judíos
Raquel y Vidas, que eran usureros. Antolínez fue el encargado de entregarle a
los judíos dos arcas mintiendo sobre su contenido: estaban llenas de arena,
pero Raquel y Vidas creían que tenían oro. Les prometió que si las guardaban y
no las abrían por un año los beneficiarían en el futuro con más dinero. Ellos
aceptaron, y como pago le dieron a Antolínez seiscientos marcos con los que
pudieron financiar la primera salida. Tras ello, el Cid mandó a su esposa
Jimena y a sus hijas al monasterio de San Pedro de Cardeña para que el abad y
los monjes se encargasen de su cuidado. No obstante, tuvo que marcharse de allí
muy pronto y muy apenado, ya que el plazo iba a expirar en poco tiempo.
Entonces
empezó el camino del héroe, el exilio y la búsqueda de la honra.
El
Cid llegó esa misma noche a la frontera de Castilla con el reino moro de
Toledo. Antes de cruzarla recibió en sueños la aparición del arcángel Gabriel,
quien le prometió que todo saldría bien. Esta aparición lo animó, por lo que
entró en Toledo dispuesto a efectuar una primera campaña en el valle del río
Henares. Dividió la campaña en dos acciones simultáneas: él tomó la plaza de
Castejón junto a una parte de sus hombres, y Minaya hizo un saqueo hacia el
sur. Salieron victoriosos y obtuvieron grandes ganancias, pero Toledo era un
protectorado del rey Alfonso y no querían enemistarse aún más con él, así que
se lo vendieron a los moros y prosiguieron con el viaje sin represalias. La segunda
campaña tuvo lugar en el valle del Jalón. Primero saquearon la ciudad, y luego
establecieron un campamento para cobrarle tributos a las ciudades cercanas y
ocupar la plaza de Alcocer, muy estratégica. No obstante, la ocupación empezó a
durar más de quince semanas y la población musulmana que vivía cerca se alarmó.
Acudieron al rey Tamín de Valencia, quien decidió mandar a dos emires llamados
Fáriz y Galve para que derrotasen al Cid y recuperasen Alcocer. Tras tres
semanas de sitio por parte de los emires, sin comida y agua, el Cid decidió
enfrentarse con todo su ejército a las fuerzas enemigas. La batalla fue larga y
difícil, pero consiguió herir a Fáriz y ganar la batalla. A pesar de ello, se
encontraba en una situación comprometida como había sucedido antes, por lo que
pagó a todos sus soldados y seguidamente vendió Castejón a los moros antes de continuar
con su viaje.
Para
este punto tenía tantas riquezas que envió a Minaya a la corte de Alfonso con
un regalo, queriendo así conseguir su perdón. Minaya consiguió que Alfonso lo
perdonase a él por marcharse junto al Cid, pero no el perdón del propio Cid. Mientras
tanto, este marchaba al valle del Jiloca y se asentaba en un cerro que acabó
tomando su nombre: el Poyo del Cid. Esperó allí a Minaya durante quince
semanas, pero, viendo que no llegaba, decidió partir a distintas ciudades y
pedir tributo a sus habitantes. Su fortuna no hacía más que aumentar.
Tiempo
más tarde, Minaya regresó con doscientos soldados castellanos que habían
decidido seguir al Cid y con noticias de Jimena y sus hijas, que estaban bien
atendidas en Cardeña. El Cid no perdió el tiempo, y pronto se dirigió hacia el
este, donde se encontraba el protectorado del conde de Barcelona, un hombre
llamado Ramón Berenguer. Este decidió hacerle frente con un ejército de moros y
cristianos, y se dio una batalla en el pinar de Tévar. Como ya era
acostumbrado, vencieron el Cid y su ejército, e incluso tomaron al conde como
rehén. Pasaron tres días en los que Ramón se negó a comer, hasta que el Cid le
dijo que lo dejaría en libertad si comía en su mesa y le permitía quedarse con
todo el botín que había obtenido en la guerra, a lo que el conde aceptó.
Después
de tanto tiempo y con tantas tierras conquistadas, se había vuelto tan
adinerado como cualquier señor de la península. Comenzó entonces el proceso de
conquista de Valencia, en la cual el Cid quería crear un nuevo señorío donde
asentarse. Empezó con el objetivo de aislar la zona. Para ello tomaron
Murviedro y, aunque los moros intentaron frenar el ataque, fue imposible: el ejército
del Cid era mucho más fuerte. Del mismo modo consiguió tomar casi todas las
ciudades que rodeaban Valencia y cumplir su cometido. Así pasaron tres años, atosigando
Valencia. Los ciudadanos le pidieron ayuda al rey de Marruecos, pero este no
respondió, y finalmente no soportaron más el asedio y decidieron rendirse. El
Cid y los suyos lograron entrar en la ciudad. No obstante, el rey de Sevilla se
enteró de la noticia e intentó hacer suya Valencia. Se libró otra batalla más,
y otra batalla más ganó el Cid.
Había
pasado mucho tiempo y el Cid contaba ya con un ejército de más de tres mil
hombres. Además, se había asentado en Valencia junto con sus vasallos más
antiguos. Decidió entonces mandar otra vez a Minaya a la corte del rey Alfonso
para que le entregase un nuevo presente y le permitiese sacar de allí a Jimena
y a sus hijas. Junto a él mandó a Martín Antolínez para que se encargase de
saldar la deuda que tenía con Raquel y Vidas. Antolínez debía disculparse de
parte de él, además de entregarles los tres mil marcos de plata que les habían
pedido hacía tanto y mil marcos más por el favor. Minaya, por otra parte, llegó
a Burgos, donde se encontró con el rey. Le dijo que, a cambio de poder llevar a
Jimena y a sus hijas a Valencia, Rodrigo le daría más riquezas y tierras de las
que le había dejado su padre antes de morir. El monarca aceptó el trato y
permitió que la esposa y las hijas del Cid se marchasen. Entonces, Minaya
acudió a Cardeña a por ellas. Partieron los tres junto con las damas de las
tres mujeres hacia Valencia, donde el Cid las esperaba con alegría.
Después
de un viaje muy largo y sin inconvenientes, la familia, entre llantos, se reencontró
al fin.
A
pesar de esta nueva alegría, el rey Yusuf de Marruecos se propuso hacerse con
el territorio de Valencia. Se dio entonces uno de los mayores combates a los
que hizo frente el Cid en toda su vida, pues duró dos días. Contra todo
pronóstico y pese a lo difícil que fue, lograron la victoria. Consiguieron un
gran botín, por lo que decidió enviarle un tercer regalo al rey Alfonso de mano
del fiel Minaya y de Pedro Bermúdez. García Ordóñez, que aún estaba enemistado
con Rodrigo y se había convertido en un hombre de confianza del rey, intentó
llenarle a Alfonso la cabeza de malas ideas. A pesar de ello, Minaya se mantuvo
acérrimo y defendió a su amigo.
Entraron
entonces en escena los infantes de Carrión, interesados por la nueva riqueza del
Cid y por el gran poder que este había cosechado; querían por ello casarse con
sus dos hijas, Elvira y Sol. Se llamaban Fernando y Diego y eran de León,
pertenecientes a la corte de Alfonso. Los vasallos del Cid regresaron de la
corte del rey con la noticia de que Alfonso lo había perdonado, pero también
con el posible matrimonio de sus hijas. El Cid no estaba muy conforme con la
boda, pero Alfonso había prometido perdonarlo públicamente si aceptaba. En
contra de sus propios deseos, le mandó una carta al monarca para encontrarse a
orillas del río Tajo y conversar con él, como Alfonso le había pedido. Se presentaron
los caballeros de uno y otro; al Cid lo acompañaron Minaya, Pedro Bermúdez,
Martín Muñoz, Martín Antolínez, Álvar Álvaroz y Muño Gustioz, mientras que su
familia se quedó a buen recaudo en el alcázar junto con Galindo García y Álvar
Salvadórez. Finalmente, el Cid se arrodilló ante Alfonso y fue perdonado delante
de todos. Al día siguiente pactaron las bodas de sus hijas con los infantes de
Carrión. El Cid y sus hombres regresaron junto con los infantes a Valencia,
donde se celebraron las bodas, que duraron quince días. Fue Minaya quien las
entregó en el altar de Santa María, ya que el Cid seguía receloso. Y así
pasaron casi dos años, con los infantes viviendo en Valencia.
Ya
adulto, había alcanzado su máxima gloria: tenía oro, tierras y poder y era
conocido en todas partes. No obstante, pronto se vería perturbado este periodo
de paz. Una tarde estaba él durmiendo cuando entró en palacio un león que se
había escapado de su jaula. Los infantes andaban riendo y divirtiéndose, pero
en cuanto vieron al animal se acobardaron y se escondieron. El Cid se despertó
con los ruidos y la bestia se amansó en cuanto lo vio; además, lo llevó con sus
propias manos de vuelta a la jaula. Todos se dieron cuenta de lo cobardes que
eran los infantes y se burlaron de ellos, por lo que los hermanos quisieron venganza.
La vergüenza se agravió cuando el rey Búcar de Marruecos atacó Valencia y los
infantes no quisieron acudir a la batalla porque tenían miedo. Sin embargo, el
Cid no se enteró porque Pedro Bermúdez decidió no contárselo. Después de una
larga contienda el Cid entró en el campamento enemigo y persiguió a Búcar hasta
el mar. Le lanzó su espada, que lo cortó por la mitad. Más tarde regresaron al
campamento y el Cid les dijo a sus yernos que estaba orgulloso de la valentía
que habían mostrado, aunque fuese mentira. Él no sabía la verdad, pero sus
hombres sí, por lo que se rieron de ellos.
Después
de tantas burlas los infantes decidieron cobrar venganza. Para ello le pidieron
al Cid que les permitiese regresar a Carrión con sus hijas para enseñarles las
propiedades que tenían y asentarse allí. Él aceptó, e incluso les dio las
mejores prendas, caballos y soldados, además de sus propias espadas, para que
allá donde fuesen todo el mundo supiese de su buena posición. Las hijas se despidieron
del Cid y de Jimena a las puertas de Valencia. No obstante, el Cid desconfió de
los infantes, por lo que mandó a su sobrino Félez Muñoz a que los siguiera para
comprobar que todo estaba bien. Además, le pidió a Abengalbón, un amigo suyo, que
las recibiese en Molina para que descansasen allí una noche durante el viaje. Los
infantes quisieron matar a Abengalbón para quedarse con sus riquezas, pero no
pudieron, porque uno de sus hombres los oyó y se lo contó al propio Abengalbón.
A
la mañana siguiente partieron de Molina y se despidieron de Abengalbón, que
presentía lo que iba a ocurrir, y continuaron con el viaje. Cabalgaron día y
noche sin descanso hasta que finalmente llegaron al robledal de Corpes, donde
pasaron la noche. Por la mañana le pidieron a su séquito que continuase con el
camino para quedarse a solas con Elvira y Sol y abusar de ellas. Ellas
suplicaron piedad, pero de nada sirvió. Las abandonaron allí, solas y
maltratadas, y se pavonearon de haberse vengado al fin del episodio del león.
Afortunadamente, Félez Muñoz llegó al robledal, las socorrió y las llevó a San
Esteban de Gormaz para que estuviesen a salvo. La noticia de lo ocurrido empezó
a extenderse y llegó hasta el Cid, que pidió que trajesen a sus hijas de vuelta
a Valencia. Minaya fue a buscarlas, y después de un largo camino las hijas se
reunieron con el padre, quien prometió vengarlas y volverlas a casar.
Mandó
entonces a Muño Gustioz al palacio de Alfonso a contarle lo sucedido y pedirle
que convocase a cortes a los infantes para que se hiciese justicia. A Alfonso
le apenó mucho lo sucedido, por lo que aceptó la petición del Cid y convocó una
reunión en Toledo. Tenían un plazo de siete semanas para acudir. El rey Alfonso
fue el primero en llegar, y a él le siguieron los condes Enrique, Ramón, Froila,
Birbón y muchos más. Al quinto día llegó el Cid con un gran séquito, pero antes
de entrar en Toledo pasó una noche rezando en San Servando. A la mañana
siguiente entró en Toledo. Muchos condes lo recibieron de buena gana, entre
ellos Ramón y Enrique, pero no los que estaban de parte de los infantes. El Cid
pidió de vuelta sus espadas, que los infantes le entregaron, y el dinero que
les había dado cuando se marcharon de Valencia. No obstante, habían gastado ya
las riquezas, por lo que tuvieron que devolverlo en especies.
Sin
embargo, el Cid pidió una última cosa: retarlos en combate por intentar
deshonrarlo. Fernando dijo que su hermano y él se habían casado con las hijas
de un simple campesino y que merecían casarse con las hijas de un rey, pero
Pedro Bermúdez salió a defender al Cid y expuso todas las ocasiones en las que
Fernando se había mostrado cobarde. Diego también intentó ofender al Cid, y en
respuesta Martín Antolínez se enfrentó a él. Asur González entró en palacio e
insultó al Cid, y a él también se enfrentó Muño Gustioz.
En
aquel mismo momento el monarca los condenó culpables y decretó nuevos
matrimonios para Elvira y Sol: a una la casó con el infante de Aragón, y a otra
con el de Navarra. Tras ello, Alfonso estipuló que el combate se daría en tres
semanas en Toledo, pero los infantes no lo consintieron y decidieron que se
daría en Carrión. El Cid agradeció a los condes Ramón y Enrique y al monarca
por su apoyo durante el juicio, y les entregó también a los futuros esposos de
sus hijas numerosos regalos.
Pasaron
las tres semanas y los dos ejércitos se reunieron en Carrión junto con el rey
Alfonso, que comunicaría los vencedores y los perdedores. El Cid, por su parte,
había regresado a Valencia. Pedro Bermúdez, Martín Antolínez y Muño Gustioz se
prepararon para la batalla. Los del Cid vencieron a los infantes que, cobardes,
se rindieron antes de que los matasen. Defendido el honor del Cid y sus hijas,
los tres regresaron a Valencia.
Finalmente,
el Cid había conseguido lo que desde el principio había querido: el triunfo de
la honra de su familia. Pese a ello, no gozó por mucho tiempo de ese disfrute,
ya que una noche lo visitó San Pedro y le dijo que moriría pronto. Tendría
gloria eterna, pero perdería su mejor territorio y el que más le había costado
conseguir, que era Valencia. Sin embargo, esto no llegó a suceder, porque Dios
le otorgó un último deseo. Cuando sus ojos se cerrasen al fin, su alma aparecería
en el campo de batalla para luchar su último combate. Al final, lo único que
ocuparon de Valencia los moros fueron ruinas y polvo.
El
Cid acabó convirtiéndose en símbolo de nobleza, lealtad y honor. En un héroe
que recordar.
Bibliografía:
Anónimo. Poema de Mio Cid,
edición, introducción y notas de Ramón Menéndez Pidal, Alicante: Biblioteca
Virtual Miguel de Cervantes, 2002.
Aznar, José Camón. “El Cid,
personaje mozárabe.” Revista de Estudios políticos 31 (1947): 109-144.
Michaelis, Carolina. Romancero
del Cid: nueva edición añadida y reformada sobre las antiguas, que contiene
doscientos y cinco romances. Leipzig: F. A. Brockhaus, 1871.
Quero, Alberto. “«Maravilla es
del Çid, que su ondra creçe tanto». Argumentación y apartes en el poema de Mío
Cid.” Estudios Románicos 24 (2015): 199-210.
Vredenburgh, Clifford W. “Notas
sobre el «Poema de Mio Cid».” Hispania 23.1 (1940): 21-26.
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