De nuevo, os traigo otro comentario de texto, esta vez del conocido artículo "Día de difuntos de 1836" de Larra, por mi alumna Marina Eiriz Zarazaga. Siempre he considerado este texto uno de los más claros ejemplos de cómo el Romanticismo negativo tuvo especial calado en España durante la década de 1830, y el análisis que a continuación veréis se presenta bastante certero. Espero sea de utilidad.
1.
El autor de hojas cotidianas
Mariano José de Larra nació en 1809 y se
mató de un pistoletazo en 1837. Su niñez comienza en lengua española para pasar
pronto a la francesa: emigra a Francia junto a su padre, médico al servicio del
ejército de Napoleón, y allí permanece hasta la amnistía de Fernando VII en
1818, cuatro años después de la derrota napoleónica en la Guerra de la
Independencia (1808-1814). Ya en España, Larra inicia sus estudios en
diferentes colegios, teniendo que hacer frente a la connotación negativa de la
palabra afrancesado, a la fobia tan
generalizada contra todo lo gabacho (Rubio, 14). Su temprana vocación literaria
se demuestra con su fundación, a los diecinueve años, del periódico El duende satírico del día (1828), donde
se estrena con su artículo El café. No
obstante, dicha publicación desaparece pronto por problemas de financiación y
de censura. En este último aspecto Larra tendrá que ser muy cuidadoso, pues
escribe en una época en que la censura absolutista, aliviada en cortos periodos
liberales, actúa como un freno implacable (Rubio, 76). No se da por vencido, y
después de pasar unos años traduciendo y adaptando obras teatrales francesas,
entre 1832 y 1834 edita la revista El
pobrecito hablador, donde nace el seudónimo de Fígaro (Rubio, 13-17).
La actividad periodística de Larra es
incesante; gracias a ella nuestro autor ha pasado a ocupar una de las más altas
cimas de la literatura española. Aunque también destaca su Doncel de don Enrique el Doliente en novela histórica o su Macías en teatro, además de incursiones
en poesía, Larra lleva su maestría a un género de vital importancia en la
época, por su mayor accesibilidad, como es el artículo de periódico. A este
respecto, Azorín se muestra muy sagaz cuando señala que, en Larra, “lo
definitivo se cambia en lo efímero, y lo efímero se convierte en lo definitivo.
La sensibilidad de Larra evoluciona dentro y a lo largo de esas hojas
cotidianas y volanderas” (10). Dicha sensibilidad es lo que hace a Larra
apartarse de los típicos cuadros de costumbres que llenaban la prensa del siglo XIX; los artículos de Fígaro, muchos de
ellos también llamados de costumbres,
derivan hacia una sátira política y social que nada tiene que ver con aquellas
descripciones pintorescas y asépticas de los tipos españoles (Rubio, 38).
La desesperanza ante tanta ramplonería,
unido al despecho de su amada Dolores Armijo, llevan a Larra finalmente al
suicidio, pero su figura será recuperada por grandes escritores como Benito
Pérez Galdós, en sus Episodios Nacionales;
la Generación del 98 hará suya su actitud, a su suicidio se refiere La detonación de Antonio Buero Vallejo,
y con su estilo de vida creará Larra,
anatomía de un dandy Francisco Umbral.
2.
El convulso Romanticismo
La vida y producción escrita de Larra
constituyen el paradigma del espíritu del nuevo periodo artístico del siglo XIX:
una apasionada exaltación de lo natural en la que había desembocado el racionalismo
dieciochesco. Así, el Romanticismo se considera reflejo de las convulsiones
sufridas por una sociedad occidental que le daba la bienvenida a un nuevo
estado burgués. Las antiguas certezas de un sistema estamental se derrumban;
bajo el nuevo “cielo sin dioses” se desarrollará la libertad limitada de un
individuo que defiende su creación artística y que es responsable de su
libertad, pero que cae en la frustración al percibir la alienación de la
realidad. Esto conduce a un existencialismo angustiado, que será clave en
Larra, así como a la máxima importancia de los sentidos y de la irracionalidad
ante una sociedad demente de racionalismo, o al apego a la naturaleza primitiva
frente a las convenciones, aspecto anticipado ya por Rousseau (Pedraza y
Rodríguez, 194-197)
En definitiva, el autor romántico que bien
encarna Larra, “parece enajenado, volcado en el discurso y dominado por él”,
mientras que “el arte dieciochesco, en cambio, pretendía estar por encima del
discurso, reglándolo y acomodándolo a unos fines previos” (Pedraza y Rodríguez,
196): en el Romanticismo, el caos impregna tanto el fondo como la forma de las
composiciones artísticas.
3.
Fígaro en el cementerio
El día de Difuntos de 1836 apareció
por primera vez el día 2 de noviembre del año que señala su título, entre las
páginas del periódico El Español,
calificado por el propio Larra como el mejor de su género en Europa (Rubio,
52). Resulta curioso señalar que El
Español comenzó a publicarse el 1 de noviembre de 1835: justamente el día
de Difuntos del año anterior al plasmado por Fígaro en su escrito de 1836.
3.1. Amargo 1836
Conviene realizar previamente varias
aclaraciones históricas, pues 1836 es un año clave en la vida de Larra y del
resto de España.
Nos encontramos en plena guerra carlista,
cuya mecha prendió en 1833: la crisis sucesoria por la muerte de Fernando VII
desembocó en el enfrentamiento de los absolutistas partidarios de su hermano
Carlos -a quienes Larra no pierde la ocasión de atacar en su artículo- y los
liberales que apoyaban a su hija Isabel -estos últimos divididos internamente
en moderados y progresistas- (Pedraza y Rodríguez, 200-201).
En cuanto a la política, en 1835 el
progresista Mendizábal había subido al poder. Larra, una vez desengañado ante
la prometida desamortización que acaba siendo en beneficio de las clases más
enriquecidas, y ante la incapacidad del gobierno por resolver la guerra civil,
se inclina por el partido moderado de Istúriz, siendo incluso elegido diputado
en las elecciones de agosto de 1836. Por desgracia para Larra, el Motín de La
Granja dejó sin efecto dichas elecciones (Rubio, 20).
Por tanto, el año 1836 marca un hondo
proceso de desaliento e insatisfacción en la vida de Larra, que cae en una
definitiva melancolía existencial, pero desde este hondo pozo logrará hacer
salir a la superficie uno de sus artículos más extraordinarios.
3.2. El cementerio-Madrid. Análisis estructural, temático y
estilístico
Siguiendo la inevitable intertextualidad
de todo escrito, El día de Difuntos de
1836 parece estar influido por el artículo Les Sépultures del costumbrista francés Étienne de Jouy, donde
igualmente se reflexiona sobre la muerte mientras se leen los epitafios de un
cementerio. Sin embargo, Larra plasma su singular visión al mostrar un dolor y
una amargura que se aparta de toda simple descripción (Rubio, 87). Y es que en
este día de Difuntos, Larra expresa su melancolía existencial y desesperanza
ante el inmenso cementerio en el que se ha convertido una sociedad de muertos
en vida; cementerio donde, finalmente, descubre que también yace su propio
corazón.
Antecediendo al cuerpo del artículo, Larra
coloca un versículo del Apocalipsis: “Beati
qui moriuntur in domino” (14:13), con el que se nos anuncia ya el tono
desengañado con la realidad que se va a intensificar a lo largo de la
narración.
Los primeros párrafos del artículo
constituyen la introducción en la que Fígaro[1] comenta sus reflexiones
previas al paseo por el “gran osario” que es Madrid. En primer lugar, entre
algunas breves digresiones que critican la falta de memoria de su época o,
indirectamente, una obra teatral (El
Califa), Fígaro se retracta de su asombro e ilusión de tiempos pasados para
transmitirnos con ironía su incomprensión de que, en un día de Difuntos, haya
tanta gente viva. De inmediato cae en una melancolía abrumadora. Para hacernos
idea de ella, recurre a un amplio periodo sintáctico formado por una
enumeración yuxtapuesta de oraciones mediante el recurso estilístico del isocolon. En dichas oraciones también se
aprecia la técnica de la quiebra del sintagma, tan característica de Larra,
imponiendo un irónico carácter restrictivo al primer término (por ejemplo, este
es el caso de “un militar que ha perdido una pierna por el Estatuto, y se ha
quedado sin pierna y sin Estatuto”). En cuanto al contenido, toca temas
contemporáneos de gran importancia, como en la referencia sarcástica al
conflicto carlista: un tal Gómez mencionado fue el protagonista de la llamada Expedición Gómez, en la que emprendió un
sorprendente recorrido por gran parte de España mientras era sometido a una
permanente pero infructuosa persecución por las tropas isabelinas (Rubio, 393,
n. 423). De este vergonzoso episodio hace burla Fígaro en varias ocasiones,
destacando la parsimonia de dicha persecución (“… con la misma calma y despacio
como si tratase de cortar la retirada a Gómez”, dirá más adelante). También,
con “un redactor del Mundo en la cárcel en virtud de la libertad de imprenta”
se está aludiendo, sin dejar el sarcasmo, a ese derecho tan maltratado por la
férrea censura.
En definitiva, se enuncian en este gran
periodo sintáctico motivos que después aparecerán bajo las lápidas del
cementerio. La tensión entre las oraciones mantiene al lector en vilo hasta la
distensión final, donde se concluye que la melancolía del autor es mucho más
angustiosa que aquellas que se han nombrado; la suya es una melancolía
existencial, que se eleva por encima de las situaciones concretas porque atrapa
por completo al ser, asfixiándolo y dejándolo sin escapatoria posible. Esta
angustia existencial ha enunciado un sentimiento capital en el artículo.
Entonces, después de una nueva digresión
que critica la corrupción del gobierno, empiezan a sonar las campanas. El toque
de difuntos es descrito, en una bella expresión, como “el bronce herido que
anunciaba con lamentable clamor la ausencia eterna de los que han sido”. Para Fígaro,
las campanadas son el “estertor de moribundo”; quizás se le antojen más lúgubres
que ningún año porque también están anunciando el final de su propia existencia,
como después veremos.
De repente, en medio del clamor de las
campanas, nuestro autor parece salir de su retraimiento y se lanza a la calle,
a decirles unas cuantas verdades incómodas a “los que creen vivir”. Aquí
comienza la parte capital del artículo, por lo que podría decirse que el toque
de difuntos de las campanas actúa como enlace entre la melancolía solitaria
inicial y el paso a la acción; entre la reflexión interna y la actuación
externa. Los pensamientos desordenados se transforman ahora en un discurso
tejido en torno a la alegoría clave del cementerio-Madrid (el simbolismo es
clave en el movimiento romántico) donde el cementerio no está fuera sino dentro
de la propia ciudad; es la ciudad misma, son sus habitantes, porque cada
institución social es un sepulcro y cada calle concurrida, un osario. Con esta
serie de metáforas encadenadas, Fígaro realiza una crítica feroz a una sociedad
degenerada que cree que vive cuando en realidad está más muerta que los propios
muertos: como señala en su grito de alarma a los paseantes que tan
tranquilamente salen para ir al cementerio, paradójicamente los muertos son los
que “viven, porque ellos tienen paz; ellos tienen libertad, la única posible
sobre la tierra, la que da la muerte […]; ellos no son presos ni denunciados;
ellos son los únicos que gozan de la libertad de imprenta, porque ellos hablan
al mundo.” Además de volver a tocar el tema de la libertad de imprenta, revelando
con amarga ironía que esta solo existe en la muerte, en este fragmento se
aprecia con claridad por qué Larra escogió aquella frase del Apocalipsis: se concibe la muerte como
liberación de las convenciones sociales a las que se ha sometido la vida. Este
es un tópico muy acorde con el espíritu del Romanticismo, igual que la
reivindicación de la naturaleza frente al artificio de la sociedad, con la que
termina su brillante intervención: “[los muertos], en fin, no reconocen más que
una ley, la imperiosa ley de la Naturaleza que allí les puso, y esa la
obedecen”. Es el conflicto eterno planteado ya desde los antiguos griegos[2], entre leyes naturales y
leyes creadas por la civilización.
Fígaro prosigue con su grito de alarma
que, desagraciadamente, no será escuchado por ninguno de aquellos sonámbulos.
Ahora deja de dirigirse a los individuos para encararse con las instituciones:
el Palacio, los Ministerios, la Bolsa, la Cárcel, la Imprenta Nacional, los
Estamentos de Próceres y Procuradores… todos aquellos pilares de la sociedad duermen eternamente en sus sepulcros. En
este aspecto, Fígaro se sitúa plenamente contrario a la vertiente conservadora
o positiva del Romanticismo, al denunciar el absurdo de los ideales de los que
aquella hacía depender el sentido de la civilización: tanto los ideales como el
sentido han muerto. Este planteamiento de Fígaro podría ser incluso revolucionario en el momento en el que
niega el mundo metafísico al que parecen haberse elevado las grandes
instituciones sociales: el protagonista se burla de todas esas instituciones
que tanto se empeñan en parecer inmutables, invencibles y eternas, cuando están
igualmente sometidas al tiempo y a la historia; esto nos lo demuestra
arrancándolas de entre las nubes del idealismo para meterlas, de lleno, en la
realidad material de una tumba, con la verdad desnuda de sus epitafios a la
vista y juicio de los paseantes; por desgracia, parece ser que el único
viandante capaz de leer los epitafios es Fígaro.
Dichos epitafios hacen referencia al
contexto histórico de la época. Entre los más relevantes está el de los
Ministerios: “Aquí yace media España; murió de la otra media”, que en la época
aludía a la guerra civil carlista; o el epitafio del Estamento de Próceres
(situado en el convento de Doña María de Aragón), que hace una referencia la
trienio liberal: “aquí yacen los tres años” (1820-1823), periodo en el que se
restableció la Constitución de Cádiz, ese “cuerpo de santo” que finalmente
acabó aplastado por los Cien Mil Hijos de San Luis (Pedraza y Rodríguez, 200).
También, en su visita crítica al cementerio-ciudad de Madrid, Fígaro contempla
la tumba de la Inquisición, que murió de vieja (1478-1834) junto a la cárcel
donde reposa la libertad del pensamiento: de nuevo una denuncia a la aplastante
censura. Tras el pareado con el que completa el epitafio (“aquí el pensamiento
reposa / en su vida hizo otra cosa”), Fígaro sale a los osarios de las calles hasta llegar a la Puerta del Sol: “esta no es
sepulcro sino de mentiras”.
Haremos una pausa en esta plaza para
comentar que su aparición en la prensa costumbrista era constante: el
movimiento literario del costumbrismo había alcanzado su máximo esplendor en el
Romanticismo, y uno de sus observatorios preferidos para contemplar los
diversos personajes-tipo españoles, con los que se afirmaba la identidad
nacional, era precisamente la Puerta del Sol[3] (Rubio, 129, n. 13). Pero Larra
conoce las mentiras de este
patriotismo complaciente y superficial, en cuyo fondo se resguarda una
indolencia antipatriótica; él, a quien todos corrían a colgarle el marbete de afrancesado, sabe que el verdadero
patriota no es el que acepta lo español meramente por el hecho de serlo, sino
el que sigue la verdad hasta el final y descubre que la sociedad, “lejos de
redimirse […] se hunde irremisiblemente” (Rubio, 75).
Fígaro acaba su paseo por el gran
cementerio refiriéndose, indirecta y no casualmente, a ese acontecimiento que
tanto lo marcó: el Motín de La Granja de 1836, que lleva a la tumba al Estatuto Real de 1834, y con él, a la división bicameral
en Próceres y Procuradores. En el epitafio de esta última cámara es donde se
dice, recurriendo a otro pareado octosílabo, “aquí yace el Estatuto / vivió y
murió en un minuto”: apenas dos años.
Tras este último sepulcro, Fígaro se
detiene y contempla con amargura el cementerio-Madrid en su conjunto. En esta
última parte del artículo se nos recrea a la perfección la estética del terror
típicamente romántica: como en un lúgubre cuadro, asistimos al frío anochecer
en el cementerio entre los aullidos de los perros que presagian esa muerte
próxima que ya se huele. Todos los sepulcros en los que Fígaro se ha detenido
se convierten en una ancha tumba sobre
la que desciende una inmensa lápida. Fígaro,
entonces, escupe con desaliento palabras vacías que ya no significan nada:
libertad, constitución, opinión nacional… abstracciones que tienen su epitafio
de la vergüenza y la discordia en el cementerio. “Todas estas
palabras parecían repetirme a un tiempo los últimos ecos del clamor general de
las campanas del día de Difuntos”.
Este último comentario es clave, pues se
nos dice que el paseo de Fígaro por el cementerio ha sido una ensoñación: todo
ha ocurrido mientras las campanas daban el toque de Difuntos, que para Fígaro son
los grandes ideales e instituciones de España; estos, mientras iban pasando por
su cabeza, iban transformándose en la sagaz alegoría que se nos ha mostrado.
Por tanto, las campanas no solo sirven de nexo entre las reflexiones iniciales
y la ensoñación alegórica del cementerio-Madrid, sino que también son las que
dan paso ahora a la terrible conclusión: se confirma que su toque es más
lúgubre que ningún año, porque está augurando la muerte del propio Fígaro. Este
desea “salir violentamente del horrible cementerio” que lo oprime como miembro
de la sociedad, y para ello, su única escapatoria es refugiarse en sí mismo, en
su corazón. Desagraciadamente, al igual que se dijo al comienzo del artículo -que
por tanto presenta una estructura circular-, Fígaro ya no se asombra de la
vida; una nube sombría ha oscurecido
sus antiguas ilusiones y deseos. No hay refugio, ni siquiera en la propia
persona. El malestar social penetra como un gusano en el corazón del individuo,
convirtiéndolo en otro sepulcro; quizás, en el más terrible de todos, porque en
él se ha perdido finalmente lo único que Pandora logró retener en su caja: la
esperanza.
3.3. Conclusión. El mártir del Romanticismo.
“Larra se mató porque no pudo encontrar la
España que buscaba, y cuando hubo perdido toda esperanza de encontrarla”, dijo
Antonio Machado (cit. por Escobar). En pleno ambiente simbolista del
Romanticismo, Larra se convierte en símbolo del mártir de la sociedad. Inmediatas
necrologías contribuyen a su canonización como héroe romántico por antonomasia;
y es que, situado entre la rebeldía y la melancolía, Larra había entrado en el
callejón sin salida de la desesperanza: “la autocrítica satírica, que pone de
manifiesto los vicios más profundos de su propia clase, pero que no puede
ofrecer salida alguna, se vuelve desesperación”, como ya señaló Georg Lukács
(cit. por Escobar).
El día de Difuntos de 1836
refleja el ánimo amargo de Larra a tres meses de su suicidio. Es el relato de
quien, en su sincero patriotismo, sufre hasta morir por los males de España:
por sus corruptelas y abusos, sus palabras vanas y apariencias hipócritas, su
ignorancia y ramplonería. Siempre siguiendo sus principios liberales, Larra hace
suya la definición de Spinoza del alma como la suma de todas nuestras
percepciones, para presentarnos, a través de su pseudónimo Fígaro, una crítica
profunda del alma de la sociedad española como resultado de su observación de
la realidad. Este último acto empírico es clave en el Romanticismo, pero con
Larra se distancia de la descripción aséptica de sus compañeros costumbristas;
a partir de la observación de las costumbres, la historia y la política, Larra
se eleva hasta palpar el fondo más putrefacto de lo que a simple vista parece
ser una inocente tradición, atacándolo con todos los sarcasmos, amargas ironías
y juegos de palabras necesarios para burlar la censura del momento. Y es que
“hablamos, al mentar a Larra, de sensibilidad, y eso es, en efecto, Larra
entero: una sensibilidad agudizada, exaltada” (Azorín, 10). Además, su prosa es
“limpia, clara, sin rezumos pedantescos” (12). Desde el primer momento se
aprecia que sus escritos no son el resultado de frías y distantes meditaciones,
pues en Larra “estamos en contacto con la sensación misma” (Azorín, 12). El
tono patético-declamatorio de su escritura es una constante llamada a la
libertad y un reto para el lector que pretenda encasillar rígidamente su
estilo, que en su desbordamiento de expresión incluye recursos paremiológicos[4], pareados, digresiones,
símbolos románticos, descripciones sarcásticas, diálogos combinados con
reflexiones profundas que se transforman en las más brillantes alegorías… y
todo ello puede ocurrir, como en este día de los Difuntos, mientras repiquetean
las campanas.
Bibliografía citada
Azorín [José Martínez Ruiz], editor. “Comento a Larra”. Artículos de costumbres, Mariano José de
Larra, Colección Austral, Espasa-Calpe S.A., Madrid, 1980, pp. 9-13.
Escobar, José. Larra: esperanza y
melancolía, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, Alicante, 2003, http://www.cervantesvirtual.com/bib/bib_autor/larra/autor.shtml.
Pedraza Jiménez, Felipe B. y Milagros Rodríguez Cáceres. “El Romanticismo”.
Las épocas de la literatura española,
Ariel, Planeta S.A., Barcelona, 2012, pp. 193-219.
Rubio, Enrique, editor. Introducción y notas en Artículos, Mariano José de Larra, Cátedra Letras Hispánicas S.A.,
Madrid, 1988.
[1] Llamaremos al narrador
homodiegético interno Fígaro por
creer sus pensamientos plenamente identificados con el pseudónimo que habla por
nuestro autor en la mayoría de sus artículos (y que en este se manifiesta ya
con el subtítulo de “Fígaro en el cementerio”).
[2] Antígona de Sófocles ya plantea la lucha entre leyes divinas (naturales) y leyes humanas (artificiales).
[3] Tal y como se
refleja en el artículo del costumbrista Mesonero Romanos, cuyo título incluye
el nombre de dicha plaza: Observatorio de
la Puerta del Sol.
[4] Por ejemplo, en El
día de Difuntos de 1836, “el sabio en su retiro y villano en su rincón”.
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