martes, 1 de marzo de 2022

El Cid: el niño tras el miedo

Traigo de nuevo otro trabajo similar a los últimos que he subido aquí, en relación a la reescritura del mito del Cid por mis estudiantes de Literatura española medieval. En esta ocasión, el que publico a continuación, de mi alumna María Araceli Mateos Barrios, destaca por haberle querido dar una elaboración literaria propia y personal a la historia de Rodrigo Díaz. Ejercicios así son más creativos que rigurosos, pero, según pienso, son idóneos para probar la comprensión lectora y capacidad crítica del alumnado frente a las obras literarias. Porque en torno a esto último deberían girar las clases de literatura, al margen de todo lo demás. ¿O no? 

El Cid

El niño tras el miedo


Una promesa lo había puesto contra la espada y la muerte, en medio de aquel campo desolado.

Ya no había escapatoria para Rodrigo, solo dos opciones. O mataba al hombre que tenía delante, asesinando al niño que todavía latía en él, o moría, llevando a la tumba el honor de su padre. 

Y pensar que todo había comenzado por una liebre... 

Su padre, el hombre más honrado que había conocido, fue insultado por el conde Lozano, aquel que ahora miraba al niño con ojos triunfantes. Una discusión por una simple liebre, y las palabras que ultrajaron a Diego Laínez. Eso fue el desencadenante para que su padre cogiera a sus hermanos uno por uno, y los pusiera a prueba. Mientras Rodrigo esperaba fuera, escuchó los gritos de todos. Por supuesto que cuando llegó su turno estaba aterrorizado. Era el más pequeño, y además un bastardo. Nadie esperaba nada de él, ni siquiera su padre. Especialmente él. Pero eso iba a cambiar.

Él, el pequeño bastardo, fue quien se alzó ante su padre nada más cruzar el umbral de la puerta. Por primera vez en su vida, decidió emplear como arma el miedo que sentía. Fue el miedo el que lo llevó hasta allí.

Volvió a observar al conde, esta vez con toda la rabia y valentía que pudo. Y de pronto, este perdió la socarronería que lo caracterizaba. Mirándolo con retrospectiva, seguramente fue un golpe de buena suerte, o un empujoncito de esos ángeles que lo ayudarían a lo largo de su vida. Sin embargo, a él secretamente le gustaba pensar que fue eso lo que le hizo vencer, el miedo que ejerció sobre su enemigo. Ese instante marcó el resto de su vida para siempre, y la sangre que su espada derramó lo situó en un punto de no retorno.

Rodrigo tuvo en menos de una hora la cabeza del conde a sus pies. El niño se alzó y miró a su alrededor. Miradas de todo tipo: sorpresa, estupor, alegría... Y coronando todo aquello, miedo. Su vida, de ahora en adelante, giraría en torno a todos los tipos de miedo.

Aprendiendo a vivir con miedo

Desde ese día comenzó su vida como hombre y, por lo tanto, caballero. Pero como ya sabemos, si en algo se caracterizaba Rodrigo era en no ser muy común. Tenía costumbres algo raras, como ser presa de visiones con extraños ángeles o enemistarse con reyes. Lo primero solía tener consecuencias de carácter mágico y especial, pero lo segundo solo le trajo problemas. Para él la cosa era sencilla, no se arrodillaba ante nadie que no mereciera su respeto. Y no, un apellido no era suficiente. En una de sus primeras llegadas a la corte del rey Fernando en Burgos se negó a bajar de su caballo y besarle la mano. La insistencia solo lo empeoró; Rodrigo sacó su espada e incluso amenazó al rey. De nuevo ahí estaba, el miedo que sembraba en el resto.

Pero su relación mejoró mucho a partir de ese momento. Ya se sabe lo que dicen, si no puedes vencer al enemigo, únete a él. Rodrigo era el tipo de persona que preferías tener como amigo. Si con solo veinte años ya había vencido junto con sus compañeros a las huestes de cinco reyes moros, ¿qué no haría con treinta? Fernando vio en el joven Rodrigo un valiente aliado. Incluso intercedió por él cuando la hija del conde Lozano vino a su palacio reclamando justicia.

La primera aparición de Jimena en la vida del Cid es una representación perfecta de su carácter. Una joven en medio de palacio que no dejaba de gritar al rey y a todo el que se ponía en su camino, despotricando sobre el asesino de su padre. Jimena Gómez tenía muchas virtudes. Era hermosa, culta, inteligente y hábil aprendiendo cosas. Y valiente, muchísimo. ¿Quién si no llamaría cobarde a un rey? 

Fernando comprendió la situación y ató cabos. La única manera de mantener a la joven callada y, al mismo tiempo, compensarla por el asesinato de Lozano, era… ¿casarla con Rodrigo?

Quizás no fue la solución más lógica a la que podría haber llegado, pero misteriosamente funcionó. Tanto Jimena como el Cid pronto comenzaron a profesar un aprecio y respeto mutuos, lo que más tarde los llevó a enamorarse con profundidad. Jimena puede que fuera la única que no lo temía, y después de sus bodas, Rodrigo encontró en ella a una confidente. Por primera vez, alguien veía al niño que todavía latía en él. Rodrigo comprendía el peso de la muerte en su espada, conocía esa sensación y la respetaba. Y en cuanto a Jimena, pudo disfrutar de una autonomía nueva, de una relación de igualdad y de mucho tiempo libre para hacer y deshacer a su antojo. Es cierto que a menudo lo echaba de menos, insultando incluso al rey para que dejara a su marido pasar más tiempo con ella. Por suerte, encontraron un cierto equilibrio.

Desgraciadamente, como ya he mencionado, el tiempo que pasaban juntos era muy reducido. Una de sus primeras partidas fue cuando Rodrigo marchó de romería a Santiago. En el camino, él y sus hombres se encontraron con un pobre leproso, al que el campeador ayudó en todo momento. Incluso compartió con él cama y comida. Fue esa noche cuando un ángel se le apareció, augurándole un futuro brillante.

Pero ese futuro no vino sin esfuerzo. Mil veces tuvo que interceder por los reyes a los que servía. En una ocasión consiguió la villa de Calahorra para Fernando, gracias a que venció en un duelo a Martin González. Otras veces los enemigos a los que asesinaba eran moros que trataban de conquistar tierras cristianas. Entre estos también sembraba miedo y curiosidad, pues muchos de los que pagaban tributo al rey trataron de regalarle joyas y ofrendas. Incluso una vez se enfrentó al Papa, que deshonró al rey Fernando al sentarlo en un sitio inferior al de otros reyes. Haber insultado, amenazado y logrado hacer cambiar de opinión a alguien con ese título parece algo imposible, pero el miedo que Rodrigo infundía era universal.

Parecía que sus esfuerzos eran recompensados por Dios, pues una gran noticia llenó la vida del Cid, el nacimiento de sus hijas doña Elvira y doña Sol. Sin embargo, no todo dura. La muerte inminente del rey Fernando ensombreció su destino. En su lecho de muerte, reunido con sus familiares y amigos más cercanos, realizó su testamento, legando a sus hijos diferentes tierras. A doña Urraca, Zamora. Esa decisión cambiaría la vida de todos los presentes, pero ni siquiera el Cid fue consciente de ello hasta que fue demasiado tarde.

Tras un rey aparece otro, en este caso Sancho II de Castilla, al que apodaban el valiente. Quizás su valentía era más una manera dulce de decir que trató de conquistar todas las tierras de sus hermanos. Su as bajo la manga era el único hombre que podría lograr tales hazañas: Rodrigo Díaz de Vivar. Si su hermano don García reinaba en Galicia, don Sancho luchaba contra él para apropiarse de aquel territorio. Y por supuesto, quien le salvaba la vida cuando estaba a punto de morir era el Cid. Lo mismo ocurrió con don Alfonso, quien reinaba en León. Este consiguió huir, refugiándose en Toledo con un amigo moro suyo, el rey Alimaimon. Este noble moro, impresionado por la belleza del infante y movido por un cariño especial, decidió protegerlo a él y a sus hijos por siempre. Centrémonos, sin embargo, en los intentos de usurpar territorios por parte de don Sancho. La siguiente víctima fue doña Urraca, aquella a la que su padre le juró Zamora.

En esta ocasión fue el Cid quien dialogó con ella, pidiéndole que le entregara Zamora a cambio de algunas tierras. Eso solo consiguió enfurecer a Urraca, quien no pensaba rendirse. El Cid comprendió la situación y aconsejó a don Sancho no asediar Zamora. La promesa que el difunto don Fernando hizo en el lecho de muerte debía ser respetada. Por desgracia, ya era demasiado tarde. Poco quedaba para el final del rey, y su muerte sólo tenía un nombre, la del traidor Vellido Dolfos. Arias Gonzalo, un caballero zamorano al servicio de Urraca, trató de advertir al monarca, pero este no le hizo caso, muriendo a traición. 

Junto al cadáver, los caballeros castellanos decidieron retar a Zamora por la ofensa causada. Todos esperaban que el Cid se enfrentara a Arias Gonzalo, pero este decidió mantener su juramento, lo cual le reprochó Diego Ordoñez, primo del rey Sancho. Finalmente, él se ofreció como voluntario. Después de enfrentarse a los tres hijos de Arias Gonzalo, y tras un último encuentro que parecía bastante incierto, se alzó como vencedor.

Continuando con el Cid, tenemos que recordar que si algo se le daba bien era enemistarse con los reyes. Un nuevo monarca estaba en camino, en esta ocasión se trataba de don Alfonso, aquel que se refugió en Toledo con el rey moro. ¿Y qué fue lo primero que hizo Rodrigo en su presencia? Acusarlo de haber mandado a matar a su hermano. Incluso le hizo jurar en Santa Gadea de Burgos, junto a doce de sus caballeros, que él no había tenido nada que ver con la traición de Vellido Dolfos. Ese fue el inicio de una de las mayores caídas del campeador.

Si a la jura le sumamos la negativa del Cid de conquistar Cuenca, o las habladurías de traidores, obtenemos el odio de Alfonso. Ese odio se condensó en una única palabra, simple pero mortífera: “destierro”. Así que Rodrigo cogió todo el miedo que lo inundó en ese instante, lo transformó en ira, y acató el destierro. 

Sin embargo, su miedo salpicó a lo que más atesoraba en su vida, su familia. Jimena, sus hijas y él deberían separarse de nuevo. Ellas se quedarían en San Pedro de Cardeña, esperando a que limpiara su nombre. Les prometió que volvería pronto, y que vivirían juntos al fin. Jimena le respondió con fiereza y varios insultos ante la negativa de él de llevarla, aunque tuvo que marcharse antes de romper a llorar. No podría haber esperado menos de ella. A Elvira y Sol, las niñas de sus ojos, les prometió protegerlas incluso desde la distancia; rezaría por ellas cada día. A su vuelta buscarían juntos los mejores pretendientes para ellas. Las niñas solo le pidieron que regresara.

A partir de ese momento comenzaron las aventuras del Cid en busca del perdón de su rey. Nueve días tenía para reunir a los hombres que se marcharían con él. Alvar Fañez no tardó en prometerle que todos irían con él camino a Burgos, tierra en la que comprobó por primera vez lo que era que le tuvieran miedo, pero no por sus propios actos. Nadie los acogía por las prohibiciones impuestas por el rey, ni siquiera comida les vendían. Fue Martín Antolínez quien tuvo que venir a ofrecerles alimento. Fue él quien también le aconsejó recurrir al engaño para escapar de la pobreza. Dos judíos fueron las víctimas en esa ocasión, embaucados por dos baúles que, pese a prometer oro y plata, estaban vacíos. 

En su última noche en la tierra prohibida, una de sus apariciones recurrentes lo visitó en sueños. Gabriel era su nombre, y fe le pedía que tuviera, pues todavía le esperaba un largo camino lleno de alegrías por delante. La celestial criatura tenía razón, pues no tardó en comenzar a tener suerte en sus campañas. Irónico que la mano que lo había puesto en esa situación fuera ahora la que se enriquecía con los botines que ganaba en las batallas. No fueron pocas las ocasiones en las que su sobrino Ordoño llevaba al monarca cofres repletos de oro ganado contra los moros. El oro y las tierras sembraron la paz entre ellos de nuevo. Incluso cuando todavía continuaba alzada el hacha de guerra entre ambos, y el campeador no se dignaba a compartir sus ganancias, muchas tierras conquistó. Incluso vendió algunas a los moros, como Guadalajara, para no tener que hacerse cargo de ellas. 

Entre sus múltiples conquistas, la más destacable fue Valencia, tierra que pertenecía en ese momento a los moros. Sin embargo, fue el destino quien lo llevó hacia ella. Si no hubiera conquistado Alcocer, el rey moro de Valencia habría ignorado su existencia. No fue ese el caso, una cruel batalla los enfrentó. Tras haber sitiado a los cristianos durante varias semanas, los hombres de Rodrigo, entre los que se encontraban Alvar Fañez y Ordoño, lucharon y vencieron a los usurpadores. Ese acto el que propició que Minaya, su querido Alvar Fañez, acudiera junto al rey y le contara las hazañas que Rodrigo estaba llevando a cabo. Todavía no tenía su perdón, pero sí el permiso de los castellanos de marchar junto a él sin represalias, lo que aumentó el ejército del Cid. En esa época, además, obtuvo la espada que se convertiría en una de sus dos armas más preciadas, la Colada, fruto de su orgullo.

Tras varios pleitos con la tierra de Barcelona, Valencia volvió a su punto de mira. Allí, algunos de sus hombres fueron testigos de otro de los episodios en los que Rodrigo sembraba el miedo en las personas, pero en este caso de manera menos negativa. Martin Peláez, un cobarde, fue obligado por el Cid a abandonar la mesa de sus hombres por no merecerlo. Esto, en lugar de hacerlo perder la fe, lo impulsó a convertirse en un mejor guerrero. Se ganó, por lo tanto, el respeto del Cid y ayudó a la reconquista de la ciudad ya mencionada. Porque sí, Rodrigo obtuvo Valencia.

Ese acontecimiento benefició a muchos. Mandó a Alvar Fañez a San Pedro de Cardeña para traer a su familia a Valencia. También le pidió que cogiera parte del dinero que habían ganado y lo usara para darle un donativo a la tumba de don Sancho, otro a la figura de San Pedro y pagara su deuda con los judíos. Y por supuesto, también fue a comunicarle la noticia a don Alfonso, quien le concedió su perdón. En poco tiempo Rodrigo volvió a recuperar el lugar que merecía junto al rey, recibió como suya Valencia, y pudo volver a vivir con su familia. De nuevo, había conseguido alzarse frente a todo. 

El miedo siempre encuentra rendijas para colarse. Y en medio de la dicha una noticia que parecía festiva fue la gota que colmó el corazón lleno de miedos de Rodrigo. Una pedida de mano, de los condes de Carrión hacia sus hijas. Todos sabían lo que ambos querían, poder. Jimena lo sabía, y advirtió al Cid todo lo que pudo. Sin embargo, no fue suficiente. En el Tajo fue donde recibió las disculpas de Alfonso, que confesó haber errado en su opinión hacia él. Y después de eso, la petición expresa por parte del rey de que considerara ese casamiento. Él lo sabía, los condes sentían envidia y codicia por las riquezas que había labrado, pero prefiero seguir ciegamente el consejo de su monarca.

Miedo. A volver a ser desterrado. A no tener a su familia cerca. A estar equivocado. 

A fin de cuentas, había prometido a sus hijas unos maridos que las protegieran. Puede que los infantes de Carrión fueran una buena opción, después de todo. Con ese pensamiento trató de engañarse hasta el día de sus casamientos.

Las bodas fueron tempranas, con unas fiestas que duraron días. En el mismo banquete fue donde el odio de los condes hacia Rodrigo comenzó. El detonante fue un león que se escapó de su jaula, atemorizando a los yernos del campeador. Ambos se escondieron donde pudieron, lo que sorprendió al Cid, que calmó al animal rápidamente. Rodrigo tuvo la peor de las ideas al insultar y humillar frente a todos a los condes. La humillación actúa diferente en cada persona, y a ellos los caracterizó con algo que nadie hubiera jamás imaginado, la sed de venganza. Si no fuera eso suficiente, las fechas volvieron a teñirse de sangre a causa de un intento de conquista por parte de Búcar, un temido rey moro. Este trataba de sitiar Valencia, lo cual jamás permitiría el Cid. Para mantener cerca a los condes de Carrión y evaluar su valía, les pidió que lucharan junto a él. Pronto demostraron su debilidad; uno de ellos, Fernando, no tardó en huir, teniendo que ser socorrido por Ordoño. El pacífico chico mintió por él, afirmando ante el Cid que los dos hermanos pelearon con valor.

La victoria de los cristianos frente a Valencia trajo varias alegrías y dos tristezas. Por un lado, Rodrigo conservó su tierra, además de que le arrebató la Tizona al rey Búcar, espada que se convertiría en la hermana de la Colada. Desgraciadamente, todo eso se volvía insignificante por la huida de Búcar, quien no había muerto en batalla, y la despedida de las niñas, que se marchaban a Castilla con sus maridos y todo su ajuar. Estos habían insistido en llevárselas inmediatamente a su tierra, lo que hizo sospechar al Cid, quien le pidió a Ordoño que siguiera a la comitiva de cerca.

No falló la intuición de Rodrigo. Los dos estaban avergonzados por el trato que su suegro había tenido con ellos, además de las múltiples burlas que recibían constantemente por los otros guerreros. Por todo esto, planearon minuciosamente su venganza.

De camino a Castilla, en un robledal conocido como Corpes, los dos desalmados ataron a las infantas a unos árboles, las desnudaron y comenzaron a azotarlas y humillarlas. Fue la afrenta más dura que vivieron: la pérdida de su honra por parte de sus propios esposos. Ordoño las salvó poco después de que esto sucediera, y las consoló con la promesa de que su padre las vengaría. Sus palabras fueron ciertas, ahora les tocaba a los condes sufrir el castigo de un padre enfurecido. Jimena le reprochó con dureza la decisión de casarlas con semejantes demonios, pero Rodrigo no necesitaba que lo culparan para cargar con todo ese dolor. Si odiaba a alguien más que a los condes, era a sí mismo. Y el miedo estalló en él. Miedo a no ser suficiente, a volver a ser aquel niño que tenía una espada en la mano sin saber siquiera lo que era la muerte. 

Había fallado a sus hijas, perdido a su Tizona y Colada, y defraudado a la mujer que amaba. Esa fue su mayor caída en los infiernos, la que desató el caos en su interior. Por suerte, alguien que había vivido tanto tiempo con miedo como él, sabía que ese sentimiento servía para algo más. El miedo no solo tortura, también despierta. Y así fue el despertar del Cid, quien no tardó en llamar al rey para exponerle la situación. Acabaría con los torturadores de sus hijas, fuera como fuese.

Alfonso se mostró horrorizado por la noticia. Era innegable que, en parte, fue su culpa la afrenta que sufrieron las niñas, por lo que se sentía responsable. No tardó en organizar unas cortes para realizar el juicio. En Toledo se reunieron acusados y damnificados, donde cada uno ofreció su versión. Como resultado, los condes fueron obligados a devolver la Tizona y la Colada a su propietario, al igual que el ajuar de las niñas, y se celebraron unas justas para que los cobardes demostraran su valía. El mayor, Fernando, se enfrentó a Pedro Bermúdez, a quien el Cid incitó. Le recordó que las infantas no dejaban de ser sus primas, y lo que les pasara a ellas, le afectaba a él también. Diego, el pequeño, al valiente y fiel Martin Antolínez. Él, junto a Pedro, fue el elegido por el Cid para luchar con la Colada y la Tizona. El tío de ambos, Asur González, se enfrentó a Niño Bustos. El Cid estaba furioso con él, ya que se había atrevido a insultarle. Los tres fueron vencidos, devolviendo la paz sobre las infantas, quienes habían sido pedidas de nuevo en matrimonio. En esta ocasión sus pretendientes eran dos príncipes, don Ramiro de Navarra, quien deseaba como esposa a doña Elvira, y don Sancho de Aragón, enamorado de doña Sol.

Vida, a pesar del miedo

Comenzó así un periodo de paz en la vida de Rodrigo. Aprovechaba los días junto a Jimena, en honor a los oscuros periodos en los que no pudo estar con ella. Esa época estuvo marcada por los recuerdos y la tranquilidad de quien ve los esfuerzos de toda una vida recompensados. El miedo todavía lo asaltaba a menudo, y se levantaba en su cama cubierto de sudor, presa de imágenes sangrientas de las guerras que había visto. En otras ocasiones, creía oír murmullos conspirativos deslizarse por las esquinas de su hogar. A veces llegaba a ver de reojo en medio del mercado el brillo de algo que se asemejaba a una daga enemiga. Jimena siempre estaba ahí para acariciar su mano. Y entonces recordaba que a él le pertenecía ese instante, solo a él. Fue en esos años en los que comprendió lo que era ser algo más que miedo.

Su fama llegó hasta rincones como Persia, de los que llegaban mensajeros de reyes lejanos solicitando audiencias. Al conocerlo siempre reaccionaban con miedo, que luego se transformaba en admiración. Rodrigo se limitaba a tratarlos a todos con cortesía. El hombre que en otras épocas hubiera alzado su espada contra cualquiera, se mostraba ahora como alguien sabio.

Lo que no lo abandonó fue la extraña costumbre de que lo visitaran seres celestiales. Una noche fue el turno de San Pedro, ángel que le confesó que le quedaba poco tiempo de vida. Le prometió que Dios lo acogería en el cielo, pero que antes debía ayudarlo a atar algunos cabos.

Fue en su lecho de muerte donde el Cid les contó a sus seres más queridos la verdad. El rey Búcar llegaría en poco a Valencia para tratar de conquistarla, y traería consigo un inmenso ejército en el que se encontraban otros reyes árabes. Era su deber, incluso muerto, estar frente a todos ellos, por lo que les indicó todo lo que debían hacer. Atarlo sentado sobre Babieca, colocar la Tizona en su mano y acompañarlo a la batalla. El apóstol Santiago los apoyaría, así que iban a vencer, estaba seguro de ello.

Jimena estaba desolada, pero fingió fuerza. A ella, cuando se quedaron solos, le pidió que lo enterrara en San Pedro de Cardeña. Y por supuesto, lo más difícil, que no llorara por él y viviera. El amor de su vida trató de mantener la actitud irónica de siempre, y bromeó sobre cómo se alegraría de no tener que aguantarlo más por las noches, al despertar de sus pesadillas, pero no pudo evitar romper a llorar. Y con ella lloró él, quien solo había llorado al verse desterrado y al conocer la afrenta contra sus hijas. Jimena Gómez era vida en estado puro, y se merecía el mundo entero incluso aunque él no pudiera verlo.

-Volveremos a vernos, no tengas miedo.

Valencia entera se vistió de fiesta y tiñó las campanas. Rodrigo Díaz de Vivar había muerto. No había luto entre los guerreros que avanzaban por el campo de batalla, todos seguían al hombre que parecía más vivo que muerto, alzado sobre su Babieca. Y por él, en su honor, todos juntos decidieron luchar como él hubiera deseado.

Sin miedo. 

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