miércoles, 9 de marzo de 2022

Otro sobre el mito del Cid

 Comparto aquí otro trabajo sobre el mito del Cid, similar a los anteriores, pero no inferior en calidad. En esta ocasión lo ha realizado una alumna del grado en Estudios árabes e islámicos, Ikram Bessham Lahlali. 


EL CID

 

PRIMERA PARTE: EL ORIGEN DEL CID

Rodrigo Díaz de Vivar era un caballero noble y honrado. Procedía de una familia noble; su padre era Diego Laínez, fiel servidor y vasallo del rey, y tenía otros tres descendientes además de Rodrigo, el cual era bastardo y encargado, a su vez, de cumplir la mayor aspiración de su padre: restaurar su honra. Es por esto que su infancia no fue como la de los demás, ya que Diego lo puso a cargo de una labor mayor que él.

La honra era en aquel entonces algo fundamental, la honra se anteponía a todo, los hombres vivían para ser honrados y esa era su mayor preocupación. Rodrigo aún no era consciente del conflicto en que se encontraba envuelto su padre, a él solo se le había inculcado que su destino era hacer frente a aquello que lo mantenía tan intranquilo.

Un buen día, Rodrigo tuvo un encuentro con el conde Lozano y estuvieron conversando sobre el supuesto robo de una liebre, lo cual parecía ser el desencadenante de la rivalidad entre el conde y su padre. Lozano desprestigió con muy feas palabras al Cid, entre otras cosas porque no lo tomaba en serio dada su corta edad, lo que provocó que el joven lo decapitara con la espada de Mudarra, usada anteriormente para una labor similar: honrar la muerte de los hermanos del caballero.

Acabada la hazaña, nuestro joven Campeador se dirigió a su padre y le entregó la cabeza del conde, haciéndolo brincar de felicidad, pues dio por restaurada su honra. No obstante, ante esta situación, el rey convocó un encuentro al que se presentó la hija del difunto conde para pedir justicia para semejante asesinato.

El Cid, su padre y el resto de su gente acudían ante el rey Fernando para besarle la mano, todos bien vestidos, pues presentarse ante la gran figura del pueblo exigía lucir las mejores galas. El joven Rodrigo, sin embargo, no compartía la admiración generalizada hacia la figura del monarca; tanto era así que, a su entrada a la corte, se negó a besarle la mano, y fue precisamente su actitud desafiante la que consiguió que el joven Cid se ganara el respeto y, sin duda, el temor de las clases superiores. Sin embargo, por supuesto, hubo de ceder ante la figura de su padre, pues Diego Laínez era un fiel servidor de la familia real.

 

Fue así como su padre presentó a Rodrigo como vasallo del rey y lo forzó a besar la mano de este, no sin que el descendiente comunicara que la acción realizada se debía exclusivamente al respeto que guardaba a su padre.

En cuanto a la hija del conde, Jimena, se presentó en la corte desconsolada y horrorizada ante la situación que había acabado con la vida de su padre. No sabía qué iba a ser de ella ahora, quién le proporcionaría protección y sustento a una joven huérfana. A sus ojos, el Campeador no era más que un cobarde descorazonado, un asesino que debería pagar el mismo precio que su acto; pero lo que le pidió al rey no fue esto, sino un casamiento con el joven para mantenerla a salvo. El monarca no puso trabas a su petición y promete enviar estas órdenes por escrito a Rodrigo, aunque esta petición nunca llegaría, pues temía la reacción del desafiante chico.

Pronto Jimena se percató de esta actitud y confrontó al rey exigiendo que adoptara la postura que debía adoptar un líder ante sus subordinados. Pese a su preocupación, finalmente aceptó citar al Cid y darle la noticia de su inminente compromiso. Y, al contrario de lo que se esperaba de él, el joven aceptó casarse con la hija del conde, demostrando ser un verdadero caballero, maduro y responsable de sus actos.

La boda fue celebrada y él asumió la obligación de proteger a su esposa. Recibieron numerosos regalos, incluso del propio rey, que les otorgó tierras y riquezas. Finalizadas las celebraciones y los buenos momentos, Rodrigo decidió partir hacia la romería y fue a pedir permiso y bendición al rey, quien, además de esto, le ofrecería veinte de sus vasallos para que le hicieran compañía en el trayecto.

Durante el viaje, el caballero no cesó de ayudar a los más desfavorecidos y ofrecer limosnas, y, por las noches, todos se hospedaban en alguna posada. Una de esas madrugadas, algo comenzó a inquietarlo; no sabía qué era, pero le molestaba en la espalda y no lo dejaba dormir. Fue entonces cuando una voz se oyó en la habitación, preguntándole si aún estaba despierto.

El caballero respondió y, maravillado, vio a san Lázaro, que aparecía para comunicarle que sería un hombre honrado hasta la muerte, y que Dios siempre lo ayudaría en sus hazañas.

Rodrigo, que no cabía en sí de felicidad y exaltación, dio las gracias y tornó hacia Calahorra, donde protagonizaría su primera épica batalla.

Llegados a su nuevo destino, el rey Fernando llamó a luchar a Rodrigo. Resultó que entre este monarca y Ramiro de Aragón tuvo lugar un conflicto que concernía a Calahorra, pues ambos la atribuían a sus respectivos reinos. Como solución, acordaron poner a pelear cada uno a un vasallo, y, quien venciera, se quedaría con la villa. Así, fueron elegidos Rodrigo y Martín González.

El enfrentamiento consistió en una intrépida y ardua batalla donde los caballeros se despreciaron mutuamente, una actitud que no hizo más que enfurecer al Cid, impulsándolo a acabar con la vida de su oponente de forma feroz, decapitándolo con su poderosa espada como habría hecho anteriormente con el conde Lozano. Finalizada la batalla, dio gracias a Dios, y el rey, honrado por su servidor, se mostró orgulloso de tenerlo en su séquito.

Fue así como el Cid venció la primera de numerosas batallas de las que siempre saldría victorioso, contra moros, cristianos, nobles… No tenía rival, y después de cada lucha, otorgaba las tierras a su rey.

SEGUNDA PARTE: GRANDES CAMBIOS

Era común que el Pontífice llamara a los reyes de varios reinos a reunirse con él cada cierto tiempo en Roma, no era la primera vez que nuestro monarca de asistía a su mesa; sin embargo, esa vez, el Papa le puso la condición de no traer consigo al vasallo del que tanto había oído hablar. La personalidad imparable y desafiante del Cid era conocida a lo largo y a lo ancho, y no era en absoluto equivocada. De hecho, sabiendo de esta condición, Rodrigo solicita y consigue acompañar al rey Fernando.

Como hombre de costumbres, repite la escena que ya protagonizó en su juventud y se niega a besar la mano del Sumo y, además, actuó sin dudarlo ante la injusticia que presenció nada más entrar a la iglesia: la silla reservada a su rey se encontraba en una posición inferior a las demás. Así pues, el Cid se tomó la libertad de alinear el asiento al resto, actitud que provocó reproches por parte de un duque allí presente.

Rodrigo le respondió cometiendo un acto de violencia, por lo que el Papa lo desterraría de la comunidad católica.

A la vuelta de este intenso viaje, ocurren dos hechos que marcarán al Cid: por una parte, el embarazo de su esposa Jimena, y, por otra, la muerte del rey Fernando, que reparte sus tierras entre cuatro de sus cinco descendientes, otorgando Castilla a don Sancho, León a don Alfonso, Vizcaya a don García y, con descontento, Zamora a doña Urraca. Antes de morir, Fernando se asegura de hacer jurar a todos sus hijos lealtad y respeto entre ellos y sobre la decisión tomada ante el reparto de la herencia. Todos estuvieron de acuerdo con su querido padre, y nadie sospechó de Sancho, que pronto comenzó a trazar planes para agrandar sus territorios.

En primer lugar, Sancho se interesó por el territorio ocupado por su hermano Alfonso. Ambos tuvieron grandes enfrentamientos, obligando a este último encarcelar al mayor. Fue el Cid, por supuesto, quien junto con sus hombres, liberó a su  rey y provocando el exilio de  Alfonso a   Toledo donde estaban asentados los moros, quedando Sancho así,  al mandato de gran parte de su territorio.

No obstante, Sancho no se rindió en su empeño, esta vez, por conseguir Zamora, que entonces estaba perfectamente protegida por los numerosos soldados que entregaban sus vidas para protegerla de los enemigos tanto como por sus altas y fuertes fortificaciones que hacían de su conquista una tarea realmente difícil.

En un principio, Sancho decidió actuar de forma pacífica y envió ni más ni menos que a nuestro Cid a hacer llegar el mensaje a su hermana Urraca. Rodrigo acató el mandato y fue a conversar con ella, que se mostró completamente decepcionada y abatida por el comportamiento de su hermano, quien ahora rompía la promesa que hizo a su padre. A este sentimiento de traición se suma la nostalgia por un pasado en el que el Cid sirvió a Fernando. Ella, por supuesto, decide defender sus tierras a cualquier precio, y así se dirige al Campeador para que lleve consigo este mensaje: defenderá Zamora cueste lo que cueste.

Tras este encuentro, nuestro protagonista se dispuso a comunicar al rey el mensaje de Urraca junto con su negativa a ayudarlo y servirle en la lucha por el territorio pues fue el lugar donde él se había criado. Fue así cómo Sancho lo desterró de Castilla, aunque hubo de hacerlo regresar pronto, pues todo el mundo protestó ante la idea de perder al vasallo más fiel y valiente del reino.

Mientras el rey preparaba sus movimientos, Doña Urraca también reflexionaba sobre un plan para frenar a su hermano, pero la presión constante y los consejos de su fiel compañero, Arias González. La líder comenzó a plantearse la posibilidad de ceder el territorio antes de que sucediera una catástrofe. Es entonces cuando entra en escena Vellido Dolfos, conocido por sus deslealtades, y sella un trato con doña Urraca: Vellido sería enmascarado y enviado ante el rey, lo haría creer que estaba de su lado en la disputa y, finalmente, acabar con su vida.

Se hizo según lo acordado y el famoso traidor se presentó ante el rey y logró convencerlo de que estaba de su lado y ya había intentado manipular a doña Urraca y a su gente para entregar Zamora. Por su parte, el rey, a pesar de sospechar un poco de él al principio, acabó creyéndolo y tomándolo como un nuevo vasallo.

Tras este primer exitoso acercamiento, Vellido prepara el escenario para lo que será su último movimiento; informa al rey Sancho de que conoce un pasadizo por el que pueden llegar a Zamora y conquistarla desde dentro, pero deben ir solos y no puede contárselo a nadie más para que el plan sea lo más secreto posible y, por tanto, eficaz. Sancho, cegado por su propia avaricia, accedió, y así Vellido consiguió atravesarlo con el venablo que el propio rey le había entregado con anterioridad. En cuanto el monarca cae al suelo malherido y el traidor escapa, llegaban Rodrigo y los demás caballeros, que llevaban rato buscándolo.

El Cid, conmocionado ante la situación, pudo tener una última conversación con su rey, declarando que él nunca dio por buena la idea de arrebatar Zamora a su hermana y que ahora todos sus hermanos lo culparían a él por lo sucedido. Sancho, en su última bocanada de aire, pidió a sus vasallos que se disculparan en su nombre por los daños que pudiera causar a sus hermanos y que, por favor, respetaran al Cid, pues había sido el vasallo más noble y leal que había conocido.

Al dar sepultura a su rey, Diego Ordóñez, otro de los vasallos, juró vengar la muerte del monarca. El Cid no quiso acompañarlo, pero mandó a uno de sus caballeros a cubrir su ausencia en Zamora. Ante esta inminente amenaza, Arias González se preparó y llamó a sus hijos para liberar a Zamora del enemigo.

Se dieron varias batallas, cada una protagonizada por los hijos de Arias, que salían victoriosos de ellas, pero perdieron la vida de igual manera. El padre de estos héroes tiene sentimientos encontrados al respecto, pues si bien estaba lleno de orgullo por liberar a su pueblo y que sus hijos tuvieran la valentía de luchar y morir por Zamora, también se sentía desconsolado por la pérdida de su sangre.

Las victorias, finalmente, no garantizaron estabilidad suficiente para doña Urraca y Arias, por eso ella hizo llegar a su hermano Alfonso en Toledo las recientes noticias acerca de la muerte de Sancho y los enfrentamientos en Zamora, y le entrega su territorio para que suceda a su difunto hermano.

Alfonso, como era de esperar, al enterarse de todo esto, decidió reunirse con Urraca para conversar en persona. Así llegaron a la decisión de que Alfonso sería el nuevo rey y el cargo del asesinato de Sancho quedaría absuelto.

Por supuesto, el Cid no dudó en manifestar su descontento con respecto a esta nueva situación, porque, además, sospechaba de Alfonso como cómplice del asesinato de su rey, y se niega, como acostumbra, a besarle la mano, al menos hasta que jurase que él no tuvo culpa en la muerte de Sancho. Así, todos acudieron a Santa Gadea, donde el nuevo rey, Alfonso, altamente descontento con el comportamiento del Campeador, juró.

Estando a cargo ya del reinado, Alfonso mandó al Cid a Sevilla para recibir las parias que debía entregar el rey moro. Como buen vasallo, cumple su labor y vuelve a Castilla, donde se encuentra con un drástico giro de acontecimientos, pues algunos de los que envidiaban al Cid han decidido comunicarle al nuevo monarca que el héroe lo había traicionado, quedándose con parte de las riquezas recogidas en Sevilla, a lo que el rey respondió con una decisión crucial; el destierro.

El Cid, con su honor manchado ante tan injusta acusación, aceptó la decisión de su rey y se preparó para irse, acompañado de sus fieles vasallos, que nunca le dieron la espalda. Los días siguientes se presentaron repletos de dificultades, ya que Alfonso prohibió en todas partes que se le diera cobijo ni cuidados a cualquiera de este grupo. De hecho, la única persona que no pareció temer las estrictas medidas y amenazas del rey fue una niña de nueve años, que se acercó al Cid a su entrada a Burgos y lo puso al tanto de la situación, pidiéndole, además, que se marchara con sus hombres, pues los ciudadanos ya se encontraban en unas condiciones suficientemente precarias como para arriesgarse a sufrir la furia del monarca.

Rodrigo, que entonces se encontraba sin posesiones, ya que no quiso aceptar nada de parte del rey, reflexionó sobre todo esto con uno de sus vasallos, Martín Antolínez. Así decidieron acudir a los judíos Rachel y Vidas, grandes prestamistas de quienes podrían obtener una ayuda, y hacer con ellos un trato cuanto menos fraudulento: llenarían arcas de arena y se las entregarían diciendo que estaban a rebosar de riquezas que no podían cargar con ellos debido al destierro, así que habían decidido vendérselas, pero con la condición de que no podrían abrirlas hasta pasado un año.

Rachel y Vidas aceptaron este trato a cambio de trescientos marcos de oro y trescientos marcos de plata, y les desearon lo mejor en el nuevo trayecto.

Satisfecho con lo conseguido, Rodrigo acudió con su mujer y sus hijas para despedirse de ellas y las dejó en San Pedro de Cardeña, donde se las encomienda al abad don Sancho. Le da una cantidad de dinero para que mantenga a su familia y procede a marcharse, dejando atrás a una Jimena que no cesa el llanto por la partida de su amado.

Llegó el final del plazo otorgado por Alfonso y el Cid sale del territorio con sus hombres, conquistando a su paso las tierras dominadas por los moros, aunque el verdadero objetivo del Campeador era saquear la ciudad de Alcoçer, territorio que se le resistía pues estaba muy bien defendido por su gente. No obstante, la astucia de nuestro protagonista le permitió trazar un plan para hacerse con él: haría ver a sus habitantes que se rendían y abandonaría el lugar con su gente, abandonando las tiendas. Los ciudadanos de Alcoçer irían a estas para arrebatar los objetos de valor que hubieran abandonado y, entonces, el Cid y sus vasallos atacarían y se harían con la ciudad en una batalla ensangrentada.

A raíz de sus triunfos, Rodrigo mandaba gran parte de las riquezas conseguidas al rey Alfonso, siendo su fiel vasallo Minaya el que hacía esta labor. Enviaba caballos, marcos de oro y plata, ropajes elegantes y lujosos…, y don Alfonso los aceptaba, pero no era suficiente para perdonarlo.

Las ganancias del Cid, que no pasaban desapercibidas para nadie, comenzaron a alarmar a los reyes y condes de los alrededores, que pasaron a unir fuerzas para conseguir frenar sus conquistas, aunque resultó un esfuerzo en vano. Rodrigo era imparable. Ya expandía sus territorios hasta más allá de Teruel y seguía enviando riquezas al monarca, que para entonces habría cedido en su castigo y comenzaría a mandarle caballeros para garantizar más victorias. Y, además de las ayudas que recibía de Alfonso, el Cid siempre daba las gracias a Dios.

De batalla en batalla, de victoria en victoria, el Cid decidió conquistar Valencia, para lo que hace un llamamiento a todas las personas que deseen formar parte de este enfrentamiento, le sean fieles y luchen junto a él con honor. Su primer movimiento es cortar el agua y los alimentos a los habitantes, generando un terror generalizado que obliga a los valencianos a pedir ayuda al rey de Marruecos; dado el historial del Cid en sus luchas contra los moros, el rey marroquí niega la ayuda y el séquito castellano consigue ganar Valencia, territorio en que Rodrigo se decide establecerse.

Nombró obispo de Valencia a don Jerónimo y, tras otras numerosas gestiones, envió a Minaya ante el rey para ofrecerle nuevos regalos y pedirle que se reuniera con su familia en su nuevo hogar. Minaya se dirigió a Carrión, donde se encontraba Alfonso en ese momento, y se encargó de ponerlo al corriente de la toma de Valencia, los regalos que traía con él y el favor que tanto alegraría a Rodrigo si se lo concediera. El rey, muy satisfecho con todo lo que el Cid había logrado y preparado para restaurar su honra y ganarse de nuevo su favor, permite que tanto su mujer como sus hijas fueran junto con él.

Los infantes de Carrión, presentes en esta conversación y conscientes de la fama y el nombre del Cid, piden al rey que prepare el matrimonio de ambos con las hijas de Rodrigo, doña Elvira y doña Sol. Minaya, cumplida su labor en la corte, recoge a Jimena y sus hijas para llevarlas con él a Valencia. Al encontrarse con su querida familia, nuestro campeador no pudo dejar de festejar y agradecer a su mujer por la enorme labor en la crianza de sus niñas, las subió al alcázar y les manifestó que todas sus riquezas les pertenecían también a ellas.

En las siguientes visitas que el vasallo realizó ante el rey, Alfonso solicita que se informe a Rodrigo de que quiere reunirse con él para perdonarlo y hablar sobre el casamiento de sus dos únicas descendientes con Fernando y Diego. Rodrigo, feliz ante las noticias que trajo su leal amigo, no pudo negarse a celebrar las bodas con los infantes de Carrión y se reunión con el rey y toda su gente a las orillas del Tajo, donde se disculpó profundamente y se postró ante él para besarle los pies.

El rey manifestó en persona su voluntad de casar a Sol y Elvira y el Cid, que estaría siempre dispuesto a servirle y respetarle, aceptó y se nombró a Alvar Fáñez padrino de las bodas. El monarca marchó de nuevo a la corte y Rodrigo se dirigió de nuevo a Valencia junto con sus futuros yernos y trescientos marcos de plata destinados a las inminentes celebraciones.

En este territorio comenzaron los preparativos de las bodas, que duraron unos quince días llenos de festejo, alegría entre todos y mucha diversión. El Cid les ofreció sus espadas más preciadas a los infantes y estos se quedaron en Valencia para residir con sus nuevas esposas.

Un día, sin embargo, de paseo por la corte del Campeador, un león se escapa de la jaula y siembra el caos entre todos los presentes, incluidos sus yernos, que se echaron a temblar y huyeron a esconderse de la feroz bestia detrás del trono de Rodrigo, donde este dormía. Alarmado por los gritos, se levantó de inmediato y su sola figura logró amansar al león, por lo que lo acorraló y lo devolvió a su jaula. Todos los presentes vieron cómo los infantes salían de su escondite y se burlaron de ellos; por su parte, Rodrigo ya sabía cuán cobardes eran estos hombres, pues en su batalla con el moro Búcar ni siquiera se dignaron a aparecer y conceder su ayuda.

Dado el bochorno al que se sometieron los infantes, juraron entre ellos vengarse del Cid y, transcurridos unos años, decidieron dar rienda suelta a un plan que giraría en torno a sus esposas.

Ambos hermanos sabían que no podrían llevar a cabo la venganza en Valencia, así que solicitan llevar a Elvira y Sol a visitar sus tierras y el Cid les da su aprobación con la condición de que Félez Muñoz los acompañara y supervisara a sus hijas. Las parejas marcharon entonces hacia tierras de Carrión.

Por el camino, en Santa María, hicieron un receso del largo viaje. Fernando y Diego se apartaron un momento de sus esposas y decidieron en qué iba a consistir su esperada venganza: iban a maltratar a Elvira y Sol y a robarles las riquezas que llevaban consigo. Así, a la mañana siguiente, los infantes piden a su ejército que se adelanten para ellos pasar tiempo a solas con sus mujeres y disfrutar de ellas; paseando los cuatro alejados del resto, se adentran en el robledo de Corpes, un lugar oscuro incluso a la luz del día, y ambos maridos las desnudan a la fuerza y comienzan a azotarlas con tal intensidad que las heridas sangraban. Las hijas de Rodrigo lloraban y rogaban que aquello parase hasta que el dolor las dejó inconscientes y los hombres abandonaron el lugar.

Sin embargo, Félez Muñoz, a quien el deseo de los infantes por quedarse atrás no le daba buena espina, decidió retroceder a mitad de camino para asegurarse de que las hijas del Campeador estuvieran sanas y salvas, y allí las encontró, todavía sangrando e inconscientes entre robles. Rápidamente las recoge y se dirige a San Esteban, donde un moro les da posada para que estén cuidadas hasta que los vasallos del Cid fueran por ellas. Todo el mundo sintió el dolor y la desesperación ante la situación con las hijas de Rodrigo, y todos juraron vengarse de los traidores de Carrión y recuperar así la honra mancillada.

Rodrigo, al corriente de lo ocurrido, envió un mensaje al rey para informarlo sobre la actitud de Fernando y Diego y pedirle que interviniera para conseguir justicia. Alfonso se vio altamente afectado por lo que les habían hecho a las muchachas, así que no dudó en ayudar a su fiel vasallo; mandó a sus caballeros a buscar a los infantes que, después de lo sucedido, no tardaron en esconderse de la furia del Cid cuando descubriera la vergüenza a la que habían sometido a sus hijas.

Los hombres del rey consiguieron encontrar a los infantes de Carrión y Alfonso los citó en la corte que convocó en Toledo, junto con el Cid y los ciudadanos de todos los reinos vecinos, para que todo el mundo fuera libre de acudir al juicio y ver la verdadera cara de los criminales.

Rodrigo se sentó junto al rey y lo primero que pidió fue que sus espadas, las que les había regalado a sus yernos el día de las bodas, le fueran devueltas, a lo que Fernando y Diego respondieron tranquilos y devolvieron sin más Tizona y Colada a su dueño legítimo. Rodrigo también solicita que le sean devueltos los bienes otorgados a los infantes, pero estos comunican que toda la riqueza ha sido gastada, así que el rey decide correr con los gastos. Por último, el Cid pregunta a qué se debe el odio hacia él y su familia por parte de sus exyernos, a lo que ellos responden desprestigiando y culpando a sus esposas; ante estas palabras, Félez Muñoz no puede quedarse callado y saca a la luz la escena con el león.

Para dar por zanjada la situación, el rey organiza un enfrentamiento en el que deberán enfrentarse tres caballeros de cada bando. Los presentes aceptan este acuerdo, pero los de Carrión piden a don Alfonso que les diera un plazo para prepararse y reponer fuerzas y munición, y se fija la fecha del combate en tres semanas.

Pasado este tiempo, comenzaron los enfrentamientos.

Primero lucharon Pedro Bermúdez, en nombre del Cid, y el propio Fernando, en nombre de ambos infantes de Carrión. La resolución del primer combate fue la victoria de Bermúdez, que hirió con la espada Tizona a Fernando, dejándolo tendido en el suelo. En segundo lugar, el gran Antolínez se enfrentó a Diego y el bando del Campeador obtuvo de nuevo la victoria. El tercer combate, en el que Asur González, hermano mayor de los infantes, luchó contra Muño Gustioz, también vasallo del Cid, fue el más largo y complicado, pero también se resolvió con la victoria del bando de Rodrigo. Los ganadores y todos los que los apoyaban dieron gracias a Dios y, felices, regresaron a Valencia para ser recibidos por su señor.

A la injusticia que recayó sobre las hijas del Cid se le sumó el prestigio de su padre, ahora incrementado por cómo se había solucionado el conflicto y el respeto y la lealtad que todo el mundo le guardaba. Así, los reyes de Aragón y Navarra pidieron la mano de Sol y Elvira en matrimonio, y estas volvieron a casarse, amedrentando hasta el peldaño más alto de la escala social.

TERCERA PARTE: EL FINAL

Rodrigo Díaz llevaba un tiempo dándole vueltas a la cabeza, pues tras años de conquistas, enfrentamientos y traiciones, sumado a su ya elevada edad, empezaba a sentirse agotado. Su vida estuvo repleta de altibajos, que siempre giraron en torno a su nombre y su honor, y ya en sus últimos años era reconocido en todas partes como un hombre leal y de palabra. Fue en ese momento, cuando reflexionaba sobre su propia vida en su corte de Valencia, cuando se le apareció San Pedro, el príncipe de los apóstoles, para decirle que en treinta días su exitosa vida llegaría a su fin, porque Dios requería de su alma.

Increíblemente, Rodrigo se mostró más preocupado por la batalla contra el rey moro que se llevaría a cabo después de esa fecha que por su propia muerte, pero el apóstol lo tranquilizó y le aseguró que Dios ayudaría a sus hombres a salir victoriosos, como siempre había hecho. Al escuchar estas palabras, el Cid se quedó mucho más tranquilo y le dio las gracias.

Con esta información, decidió el Campeador comenzar con los preparativos de la lucha y reunió para ello a sus vasallos Alvar Fáñez y Pedro Bermúdez y a su esposa Jimena. Estando todos presentes, les explicó los pasos que habían de seguir para evitar que el moro tomara Valencia: a su muerte, debían lavarlo y untarlo en bálsamo, ponerle sus ropajes, atarlo a su caballo y colocarle su espada Tizona en la mano derecha; así, el enemigo no se daría cuenta de su verdadero estado y lograría infundirles temor.

Jimena no podía dejar de llorar. La noticia de la pronta muerte de su marido la había abatido. El Cid se dirigió entonces a ella y le pidió que no llorara, pues era fundamental que no levantara sospechas al enemigo.

Rodrigo también se encargó de enviar riquezas a los judíos a los que había estafado, pues no olvidaba la ayuda que supusieron para él entonces; entregó todas sus posesiones a Jimena y a sus hijas, y, además, destinó gran parte de su capital a la creación de hogares para los peregrinos y las personas desfavorecidas. Por último, añadió en su testamento la orden de que lo enterraran en San Pedro, Castilla.

Y así fue. Todos llevaron a cabo las últimas voluntades de su señor y lograron vencer la batalla, dado que los moros, incluidos los reyes, salieron huyendo al ver al Cid sobre su caballo Babiecas. Aun así, todo el ejército enemigo acabó ahogándose en el agua o siendo asesinados por los furiosos caballeros del Cid.

Tras esta victoria, se hicieron inmensamente ricos, pero no se sentían con ganas de celebrarlo, pues se preparaban para dar sepultura a su señor.

Acudieron a su entierro en Castilla reyes, familiares, vasallos… Todo el mundo se lamentaba por la muerte de un héroe ejemplar y glorificaba sus logros, sobre todo este último combate, donde el Cid, incluso muerto, fue capaz de brindar una última victoria a su gente.

Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, el mayor ejemplo de héroe y caballero en la España medieval, capaz de enfrentarse a sus superiores en nombre de la justicia y otorgando siempre protección a sus seres más queridos, podría descansar en paz para toda la eternidad, pues murió, pero murió honrado.

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