Comparto aquí otro trabajo sobre el mito del Cid, similar a los anteriores, pero no inferior en calidad. En esta ocasión lo ha realizado una alumna del grado en Estudios árabes e islámicos, Ikram Bessham Lahlali.
EL CID
PRIMERA PARTE: EL ORIGEN DEL CID
Rodrigo Díaz de Vivar era un
caballero noble y honrado. Procedía de una familia noble; su padre era Diego
Laínez, fiel servidor y vasallo del rey, y tenía otros tres descendientes
además de Rodrigo, el cual era bastardo y encargado, a su vez, de cumplir la
mayor aspiración de su padre: restaurar su honra. Es por esto que su infancia
no fue como la de los demás, ya que Diego lo puso a cargo de una labor mayor
que él.
La honra era en aquel entonces algo
fundamental, la honra se anteponía a todo, los hombres vivían para ser honrados
y esa era su mayor preocupación. Rodrigo aún no era consciente del conflicto en
que se encontraba envuelto su padre, a él solo se le había inculcado que su
destino era hacer frente a aquello que lo mantenía tan intranquilo.
Un buen día, Rodrigo tuvo un
encuentro con el conde Lozano y estuvieron conversando sobre el supuesto robo
de una liebre, lo cual parecía ser el desencadenante de la rivalidad entre el
conde y su padre. Lozano desprestigió con muy feas palabras al Cid, entre otras
cosas porque no lo tomaba en serio dada su corta edad, lo que provocó que el
joven lo decapitara con la espada de Mudarra, usada anteriormente para una
labor similar: honrar la muerte de los hermanos del caballero.
Acabada la hazaña, nuestro joven
Campeador se dirigió a su padre y le entregó la cabeza del conde, haciéndolo
brincar de felicidad, pues dio por restaurada su honra. No obstante, ante esta
situación, el rey convocó un encuentro al que se presentó la hija del difunto
conde para pedir justicia para semejante asesinato.
El Cid, su padre y el resto de su
gente acudían ante el rey Fernando para besarle la mano, todos bien vestidos,
pues presentarse ante la gran figura del pueblo exigía lucir las mejores galas.
El joven Rodrigo, sin embargo, no compartía la admiración generalizada hacia la
figura del monarca; tanto era así que, a su entrada a la corte, se negó a besarle
la mano, y fue precisamente su actitud desafiante la que consiguió que el joven
Cid se ganara el respeto y, sin duda, el temor de las clases superiores. Sin
embargo, por supuesto, hubo de ceder ante la figura de su padre, pues Diego Laínez
era un fiel servidor de la familia real.
Fue así como su padre presentó a
Rodrigo como vasallo del rey y lo forzó a besar la mano de este, no sin que el
descendiente comunicara que la acción realizada se debía exclusivamente al
respeto que guardaba a su padre.
En cuanto a la hija del conde,
Jimena, se presentó en la corte desconsolada y horrorizada ante la situación
que había acabado con la vida de su padre. No sabía qué iba a ser de ella
ahora, quién le proporcionaría protección y sustento a una joven huérfana. A
sus ojos, el Campeador no era más que un cobarde descorazonado, un asesino que
debería pagar el mismo precio que su acto; pero lo que le pidió al rey no fue
esto, sino un casamiento con el joven para mantenerla a salvo. El monarca no
puso trabas a su petición y promete enviar estas órdenes por escrito a Rodrigo,
aunque esta petición nunca llegaría, pues temía la reacción del desafiante
chico.
Pronto Jimena se percató de esta
actitud y confrontó al rey exigiendo que adoptara la postura que debía adoptar
un líder ante sus subordinados. Pese a su preocupación, finalmente aceptó citar
al Cid y darle la noticia de su inminente compromiso. Y, al contrario de lo que
se esperaba de él, el joven aceptó casarse con la hija del conde, demostrando ser
un verdadero caballero, maduro y responsable de sus actos.
La boda fue celebrada y él asumió la
obligación de proteger a su esposa. Recibieron numerosos regalos, incluso del
propio rey, que les otorgó tierras y riquezas. Finalizadas las celebraciones y
los buenos momentos, Rodrigo decidió partir hacia la romería y fue a pedir
permiso y bendición al rey, quien, además de esto, le ofrecería veinte de sus
vasallos para que le hicieran compañía en el trayecto.
Durante el viaje, el caballero no
cesó de ayudar a los más desfavorecidos y ofrecer limosnas, y, por las noches,
todos se hospedaban en alguna posada. Una de esas madrugadas, algo comenzó a
inquietarlo; no sabía qué era, pero le molestaba en la espalda y no lo dejaba
dormir. Fue entonces cuando una voz se oyó en la habitación, preguntándole si
aún estaba despierto.
El caballero respondió y,
maravillado, vio a san Lázaro, que aparecía para comunicarle que sería un hombre
honrado hasta la muerte, y que Dios siempre lo ayudaría en sus hazañas.
Rodrigo, que no cabía en sí de
felicidad y exaltación, dio las gracias y tornó hacia Calahorra, donde
protagonizaría su primera épica batalla.
Llegados a su nuevo destino, el rey
Fernando llamó a luchar a Rodrigo. Resultó que entre este monarca y Ramiro de
Aragón tuvo lugar un conflicto que concernía a Calahorra, pues ambos la
atribuían a sus respectivos reinos. Como solución, acordaron poner a pelear
cada uno a un vasallo, y, quien venciera, se quedaría con la villa. Así, fueron
elegidos Rodrigo y Martín González.
El enfrentamiento consistió en una
intrépida y ardua batalla donde los caballeros se despreciaron mutuamente, una
actitud que no hizo más que enfurecer al Cid, impulsándolo a acabar con la vida
de su oponente de forma feroz, decapitándolo con su poderosa espada como habría
hecho anteriormente con el conde Lozano. Finalizada la batalla, dio gracias a
Dios, y el rey, honrado por su servidor, se mostró orgulloso de tenerlo en su
séquito.
Fue así como el Cid venció la
primera de numerosas batallas de las que siempre saldría victorioso, contra
moros, cristianos, nobles… No tenía rival, y después de cada lucha, otorgaba
las tierras a su rey.
SEGUNDA PARTE: GRANDES CAMBIOS
Era común que el Pontífice llamara a
los reyes de varios reinos a reunirse con él cada cierto tiempo en Roma, no era
la primera vez que nuestro monarca de asistía a su mesa; sin embargo, esa vez,
el Papa le puso la condición de no traer consigo al vasallo del que tanto había
oído hablar. La personalidad imparable y desafiante del Cid era conocida a lo
largo y a lo ancho, y no era en absoluto equivocada. De hecho, sabiendo de esta
condición, Rodrigo solicita y consigue acompañar al rey Fernando.
Como hombre de costumbres, repite la
escena que ya protagonizó en su juventud y se niega a besar la mano del Sumo y,
además, actuó sin dudarlo ante la injusticia que presenció nada más entrar a la
iglesia: la silla reservada a su rey se encontraba en una posición inferior a
las demás. Así pues, el Cid se tomó la libertad de alinear el asiento al resto,
actitud que provocó reproches por parte de un duque allí presente.
Rodrigo le respondió cometiendo un
acto de violencia, por lo que el Papa lo desterraría de la comunidad católica.
A la vuelta de este intenso viaje,
ocurren dos hechos que marcarán al Cid: por una parte, el embarazo de su esposa
Jimena, y, por otra, la muerte del rey Fernando, que reparte sus tierras entre
cuatro de sus cinco descendientes, otorgando Castilla a don Sancho, León a don
Alfonso, Vizcaya a don García y, con descontento, Zamora a doña Urraca. Antes
de morir, Fernando se asegura de hacer jurar a todos sus hijos lealtad y
respeto entre ellos y sobre la decisión tomada ante el reparto de la herencia.
Todos estuvieron de acuerdo con su querido padre, y nadie sospechó de Sancho,
que pronto comenzó a trazar planes para agrandar sus territorios.
En primer lugar, Sancho se interesó
por el territorio ocupado por su hermano Alfonso. Ambos tuvieron grandes
enfrentamientos, obligando a este último encarcelar al mayor. Fue el Cid, por
supuesto, quien junto con sus hombres, liberó a su rey y provocando el exilio de Alfonso a
Toledo donde estaban asentados
los moros, quedando Sancho así, al
mandato de gran parte de su territorio.
No obstante, Sancho no se rindió en
su empeño, esta vez, por conseguir Zamora, que entonces estaba perfectamente
protegida por los numerosos soldados que entregaban sus vidas para protegerla
de los enemigos tanto como por sus altas y fuertes fortificaciones que hacían
de su conquista una tarea realmente difícil.
En un principio, Sancho decidió
actuar de forma pacífica y envió ni más ni menos que a nuestro Cid a hacer
llegar el mensaje a su hermana Urraca. Rodrigo acató el mandato y fue a
conversar con ella, que se mostró completamente decepcionada y abatida por el
comportamiento de su hermano, quien ahora rompía la promesa que hizo a su
padre. A este sentimiento de traición se suma la nostalgia por un pasado en el
que el Cid sirvió a Fernando. Ella, por supuesto, decide defender sus tierras a
cualquier precio, y así se dirige al Campeador para que lleve consigo este
mensaje: defenderá Zamora cueste lo que cueste.
Tras este encuentro, nuestro
protagonista se dispuso a comunicar al rey el mensaje de Urraca junto con su
negativa a ayudarlo y servirle en la lucha por el territorio pues fue el lugar
donde él se había criado. Fue así cómo Sancho lo desterró de Castilla, aunque
hubo de hacerlo regresar pronto, pues todo el mundo protestó ante la idea de
perder al vasallo más fiel y valiente del reino.
Mientras el rey preparaba sus
movimientos, Doña Urraca también reflexionaba sobre un plan para frenar a su
hermano, pero la presión constante y los consejos de su fiel compañero, Arias
González. La líder comenzó a plantearse la posibilidad de ceder el territorio
antes de que sucediera una catástrofe. Es entonces cuando entra en escena
Vellido Dolfos, conocido por sus deslealtades, y sella un trato con doña Urraca:
Vellido sería enmascarado y enviado ante el rey, lo haría creer que estaba de
su lado en la disputa y, finalmente, acabar con su vida.
Se hizo según lo acordado y el
famoso traidor se presentó ante el rey y logró convencerlo de que estaba de su
lado y ya había intentado manipular a doña Urraca y a su gente para entregar
Zamora. Por su parte, el rey, a pesar de sospechar un poco de él al principio,
acabó creyéndolo y tomándolo como un nuevo vasallo.
Tras este primer exitoso
acercamiento, Vellido prepara el escenario para lo que será su último
movimiento; informa al rey Sancho de que conoce un pasadizo por el que pueden
llegar a Zamora y conquistarla desde dentro, pero deben ir solos y no puede
contárselo a nadie más para que el plan sea lo más secreto posible y, por
tanto, eficaz. Sancho, cegado por su propia avaricia, accedió, y así Vellido
consiguió atravesarlo con el venablo que el propio rey le había entregado con
anterioridad. En cuanto el monarca cae al suelo malherido y el traidor escapa,
llegaban Rodrigo y los demás caballeros, que llevaban rato buscándolo.
El Cid, conmocionado ante la
situación, pudo tener una última conversación con su rey, declarando que él
nunca dio por buena la idea de arrebatar Zamora a su hermana y que ahora todos
sus hermanos lo culparían a él por lo sucedido. Sancho, en su última bocanada
de aire, pidió a sus vasallos que se disculparan en su nombre por los daños que
pudiera causar a sus hermanos y que, por favor, respetaran al Cid, pues había
sido el vasallo más noble y leal que había conocido.
Al dar sepultura a su rey, Diego
Ordóñez, otro de los vasallos, juró vengar la muerte del monarca. El Cid no
quiso acompañarlo, pero mandó a uno de sus caballeros a cubrir su ausencia en
Zamora. Ante esta inminente amenaza, Arias González se preparó y llamó a sus
hijos para liberar a Zamora del enemigo.
Se dieron varias batallas, cada una
protagonizada por los hijos de Arias, que salían victoriosos de ellas, pero
perdieron la vida de igual manera. El padre de estos héroes tiene sentimientos
encontrados al respecto, pues si bien estaba lleno de orgullo por liberar a su
pueblo y que sus hijos tuvieran la valentía de luchar y morir por Zamora,
también se sentía desconsolado por la pérdida de su sangre.
Las victorias, finalmente, no
garantizaron estabilidad suficiente para doña Urraca y Arias, por eso ella hizo
llegar a su hermano Alfonso en Toledo las recientes noticias acerca de la
muerte de Sancho y los enfrentamientos en Zamora, y le entrega su territorio para
que suceda a su difunto hermano.
Alfonso, como era de esperar, al
enterarse de todo esto, decidió reunirse con Urraca para conversar en persona. Así
llegaron a la decisión de que Alfonso sería el nuevo rey y el cargo del
asesinato de Sancho quedaría absuelto.
Por supuesto, el Cid no dudó en
manifestar su descontento con respecto a esta nueva situación, porque, además,
sospechaba de Alfonso como cómplice del asesinato de su rey, y se niega, como
acostumbra, a besarle la mano, al menos hasta que jurase que él no tuvo culpa en
la muerte de Sancho. Así, todos acudieron a Santa Gadea, donde el nuevo rey,
Alfonso, altamente descontento con el comportamiento del Campeador, juró.
Estando a cargo ya del reinado,
Alfonso mandó al Cid a Sevilla para recibir las parias que debía entregar el
rey moro. Como buen vasallo, cumple su labor y vuelve a Castilla, donde se
encuentra con un drástico giro de acontecimientos, pues algunos de los que
envidiaban al Cid han decidido comunicarle al nuevo monarca que el héroe lo
había traicionado, quedándose con parte de las riquezas recogidas en Sevilla, a
lo que el rey respondió con una decisión crucial; el destierro.
El Cid, con su honor manchado ante
tan injusta acusación, aceptó la decisión de su rey y se preparó para irse,
acompañado de sus fieles vasallos, que nunca le dieron la espalda. Los días
siguientes se presentaron repletos de dificultades, ya que Alfonso prohibió en
todas partes que se le diera cobijo ni cuidados a cualquiera de este grupo. De
hecho, la única persona que no pareció temer las estrictas medidas y amenazas
del rey fue una niña de nueve años, que se acercó al Cid a su entrada a Burgos
y lo puso al tanto de la situación, pidiéndole, además, que se marchara con sus
hombres, pues los ciudadanos ya se encontraban en unas condiciones suficientemente
precarias como para arriesgarse a sufrir la furia del monarca.
Rodrigo, que entonces se encontraba
sin posesiones, ya que no quiso aceptar nada de parte del rey, reflexionó sobre
todo esto con uno de sus vasallos, Martín Antolínez. Así decidieron acudir a
los judíos Rachel y Vidas, grandes prestamistas de quienes podrían obtener una
ayuda, y hacer con ellos un trato cuanto menos fraudulento: llenarían arcas de
arena y se las entregarían diciendo que estaban a rebosar de riquezas que no
podían cargar con ellos debido al destierro, así que habían decidido
vendérselas, pero con la condición de que no podrían abrirlas hasta pasado un
año.
Rachel y Vidas aceptaron este trato a
cambio de trescientos marcos de oro y trescientos marcos de plata, y les
desearon lo mejor en el nuevo trayecto.
Satisfecho con lo conseguido,
Rodrigo acudió con su mujer y sus hijas para despedirse de ellas y las dejó en
San Pedro de Cardeña, donde se las encomienda al abad don Sancho. Le da una
cantidad de dinero para que mantenga a su familia y procede a marcharse,
dejando atrás a una Jimena que no cesa el llanto por la partida de su amado.
Llegó el final del plazo otorgado
por Alfonso y el Cid sale del territorio con sus hombres, conquistando a su
paso las tierras dominadas por los moros, aunque el verdadero objetivo del
Campeador era saquear la ciudad de Alcoçer, territorio que se le resistía pues
estaba muy bien defendido por su gente. No obstante, la astucia de nuestro
protagonista le permitió trazar un plan para hacerse con él: haría ver a sus
habitantes que se rendían y abandonaría el lugar con su gente, abandonando las
tiendas. Los ciudadanos de Alcoçer irían a estas para arrebatar los objetos de
valor que hubieran abandonado y, entonces, el Cid y sus vasallos atacarían y se
harían con la ciudad en una batalla ensangrentada.
A raíz de sus triunfos, Rodrigo
mandaba gran parte de las riquezas conseguidas al rey Alfonso, siendo su fiel
vasallo Minaya el que hacía esta labor. Enviaba caballos, marcos de oro y
plata, ropajes elegantes y lujosos…, y don Alfonso los aceptaba, pero no era
suficiente para perdonarlo.
Las ganancias del Cid, que no
pasaban desapercibidas para nadie, comenzaron a alarmar a los reyes y condes de
los alrededores, que pasaron a unir fuerzas para conseguir frenar sus
conquistas, aunque resultó un esfuerzo en vano. Rodrigo era imparable. Ya
expandía sus territorios hasta más allá de Teruel y seguía enviando riquezas al
monarca, que para entonces habría cedido en su castigo y comenzaría a mandarle
caballeros para garantizar más victorias. Y, además de las ayudas que recibía
de Alfonso, el Cid siempre daba las gracias a Dios.
De batalla en batalla, de victoria
en victoria, el Cid decidió conquistar Valencia, para lo que hace un
llamamiento a todas las personas que deseen formar parte de este
enfrentamiento, le sean fieles y luchen junto a él con honor. Su primer
movimiento es cortar el agua y los alimentos a los habitantes, generando un
terror generalizado que obliga a los valencianos a pedir ayuda al rey de
Marruecos; dado el historial del Cid en sus luchas contra los moros, el rey
marroquí niega la ayuda y el séquito castellano consigue ganar Valencia,
territorio en que Rodrigo se decide establecerse.
Nombró obispo de Valencia a don
Jerónimo y, tras otras numerosas gestiones, envió a Minaya ante el rey para ofrecerle
nuevos regalos y pedirle que se reuniera con su familia en su nuevo hogar. Minaya
se dirigió a Carrión, donde se encontraba Alfonso en ese momento, y se encargó
de ponerlo al corriente de la toma de Valencia, los regalos que traía con él y
el favor que tanto alegraría a Rodrigo si se lo concediera. El rey, muy
satisfecho con todo lo que el Cid había logrado y preparado para restaurar su
honra y ganarse de nuevo su favor, permite que tanto su mujer como sus hijas
fueran junto con él.
Los infantes de Carrión, presentes
en esta conversación y conscientes de la fama y el nombre del Cid, piden al rey
que prepare el matrimonio de ambos con las hijas de Rodrigo, doña Elvira y doña
Sol. Minaya, cumplida su labor en la corte, recoge a Jimena y sus hijas para
llevarlas con él a Valencia. Al encontrarse con su querida familia, nuestro
campeador no pudo dejar de festejar y agradecer a su mujer por la enorme labor
en la crianza de sus niñas, las subió al alcázar y les manifestó que todas sus
riquezas les pertenecían también a ellas.
En las siguientes visitas que el
vasallo realizó ante el rey, Alfonso solicita que se informe a Rodrigo de que
quiere reunirse con él para perdonarlo y hablar sobre el casamiento de sus dos únicas
descendientes con Fernando y Diego. Rodrigo, feliz ante las noticias que trajo
su leal amigo, no pudo negarse a celebrar las bodas con los infantes de Carrión
y se reunión con el rey y toda su gente a las orillas del Tajo, donde se
disculpó profundamente y se postró ante él para besarle los pies.
El rey manifestó en persona su
voluntad de casar a Sol y Elvira y el Cid, que estaría siempre dispuesto a
servirle y respetarle, aceptó y se nombró a Alvar Fáñez padrino de las bodas.
El monarca marchó de nuevo a la corte y Rodrigo se dirigió de nuevo a Valencia
junto con sus futuros yernos y trescientos marcos de plata destinados a las
inminentes celebraciones.
En este territorio comenzaron los
preparativos de las bodas, que duraron unos quince días llenos de festejo,
alegría entre todos y mucha diversión. El Cid les ofreció sus espadas más
preciadas a los infantes y estos se quedaron en Valencia para residir con sus
nuevas esposas.
Un día, sin embargo, de paseo por la
corte del Campeador, un león se escapa de la jaula y siembra el caos entre todos
los presentes, incluidos sus yernos, que se echaron a temblar y huyeron a
esconderse de la feroz bestia detrás del trono de Rodrigo, donde este dormía. Alarmado
por los gritos, se levantó de inmediato y su sola figura logró amansar al león,
por lo que lo acorraló y lo devolvió a su jaula. Todos los presentes vieron
cómo los infantes salían de su escondite y se burlaron de ellos; por su parte,
Rodrigo ya sabía cuán cobardes eran estos hombres, pues en su batalla con el
moro Búcar ni siquiera se dignaron a aparecer y conceder su ayuda.
Dado el bochorno al que se
sometieron los infantes, juraron entre ellos vengarse del Cid y, transcurridos
unos años, decidieron dar rienda suelta a un plan que giraría en torno a sus
esposas.
Ambos hermanos sabían que no podrían
llevar a cabo la venganza en Valencia, así que solicitan llevar a Elvira y Sol
a visitar sus tierras y el Cid les da su aprobación con la condición de que
Félez Muñoz los acompañara y supervisara a sus hijas. Las parejas marcharon
entonces hacia tierras de Carrión.
Por el camino, en Santa María,
hicieron un receso del largo viaje. Fernando y Diego se apartaron un momento de
sus esposas y decidieron en qué iba a consistir su esperada venganza: iban a
maltratar a Elvira y Sol y a robarles las riquezas que llevaban consigo. Así, a
la mañana siguiente, los infantes piden a su ejército que se adelanten para
ellos pasar tiempo a solas con sus mujeres y disfrutar de ellas; paseando los
cuatro alejados del resto, se adentran en el robledo de Corpes, un lugar oscuro
incluso a la luz del día, y ambos maridos las desnudan a la fuerza y comienzan
a azotarlas con tal intensidad que las heridas sangraban. Las hijas de Rodrigo
lloraban y rogaban que aquello parase hasta que el dolor las dejó inconscientes
y los hombres abandonaron el lugar.
Sin embargo, Félez Muñoz, a quien el
deseo de los infantes por quedarse atrás no le daba buena espina, decidió
retroceder a mitad de camino para asegurarse de que las hijas del Campeador
estuvieran sanas y salvas, y allí las encontró, todavía sangrando e
inconscientes entre robles. Rápidamente las recoge y se dirige a San Esteban,
donde un moro les da posada para que estén cuidadas hasta que los vasallos del
Cid fueran por ellas. Todo el mundo sintió el dolor y la desesperación ante la
situación con las hijas de Rodrigo, y todos juraron vengarse de los traidores
de Carrión y recuperar así la honra mancillada.
Rodrigo, al corriente de lo ocurrido,
envió un mensaje al rey para informarlo sobre la actitud de Fernando y Diego y
pedirle que interviniera para conseguir justicia. Alfonso se vio altamente
afectado por lo que les habían hecho a las muchachas, así que no dudó en ayudar
a su fiel vasallo; mandó a sus caballeros a buscar a los infantes que, después
de lo sucedido, no tardaron en esconderse de la furia del Cid cuando
descubriera la vergüenza a la que habían sometido a sus hijas.
Los hombres del rey consiguieron
encontrar a los infantes de Carrión y Alfonso los citó en la corte que convocó
en Toledo, junto con el Cid y los ciudadanos de todos los reinos vecinos, para
que todo el mundo fuera libre de acudir al juicio y ver la verdadera cara de
los criminales.
Rodrigo se sentó junto al rey y lo
primero que pidió fue que sus espadas, las que les había regalado a sus yernos
el día de las bodas, le fueran devueltas, a lo que Fernando y Diego
respondieron tranquilos y devolvieron sin más Tizona y Colada a su dueño
legítimo. Rodrigo también solicita que le sean devueltos los bienes otorgados a
los infantes, pero estos comunican que toda la riqueza ha sido gastada, así que
el rey decide correr con los gastos. Por último, el Cid pregunta a qué se debe
el odio hacia él y su familia por parte de sus exyernos, a lo que ellos
responden desprestigiando y culpando a sus esposas; ante estas palabras, Félez
Muñoz no puede quedarse callado y saca a la luz la escena con el león.
Para dar por zanjada la situación,
el rey organiza un enfrentamiento en el que deberán enfrentarse tres caballeros
de cada bando. Los presentes aceptan este acuerdo, pero los de Carrión piden a
don Alfonso que les diera un plazo para prepararse y reponer fuerzas y
munición, y se fija la fecha del combate en tres semanas.
Pasado este tiempo, comenzaron los
enfrentamientos.
Primero lucharon Pedro Bermúdez, en
nombre del Cid, y el propio Fernando, en nombre de ambos infantes de Carrión. La
resolución del primer combate fue la victoria de Bermúdez, que hirió con la
espada Tizona a Fernando, dejándolo tendido en el suelo. En segundo lugar, el
gran Antolínez se enfrentó a Diego y el bando del Campeador obtuvo de nuevo la
victoria. El tercer combate, en el que Asur González, hermano mayor de los
infantes, luchó contra Muño Gustioz, también vasallo del Cid, fue el más largo
y complicado, pero también se resolvió con la victoria del bando de Rodrigo.
Los ganadores y todos los que los apoyaban dieron gracias a Dios y, felices,
regresaron a Valencia para ser recibidos por su señor.
A la injusticia que recayó sobre las
hijas del Cid se le sumó el prestigio de su padre, ahora incrementado por cómo
se había solucionado el conflicto y el respeto y la lealtad que todo el mundo
le guardaba. Así, los reyes de Aragón y Navarra pidieron la mano de Sol y
Elvira en matrimonio, y estas volvieron a casarse, amedrentando hasta el
peldaño más alto de la escala social.
TERCERA PARTE: EL FINAL
Rodrigo Díaz llevaba un tiempo
dándole vueltas a la cabeza, pues tras años de conquistas, enfrentamientos y
traiciones, sumado a su ya elevada edad, empezaba a sentirse agotado. Su vida
estuvo repleta de altibajos, que siempre giraron en torno a su nombre y su honor,
y ya en sus últimos años era reconocido en todas partes como un hombre leal y
de palabra. Fue en ese momento, cuando reflexionaba sobre su propia vida en su
corte de Valencia, cuando se le apareció San Pedro, el príncipe de los
apóstoles, para decirle que en treinta días su exitosa vida llegaría a su fin,
porque Dios requería de su alma.
Increíblemente, Rodrigo se mostró
más preocupado por la batalla contra el rey moro que se llevaría a cabo después
de esa fecha que por su propia muerte, pero el apóstol lo tranquilizó y le
aseguró que Dios ayudaría a sus hombres a salir victoriosos, como siempre había
hecho. Al escuchar estas palabras, el Cid se quedó mucho más tranquilo y le dio
las gracias.
Con esta información, decidió el
Campeador comenzar con los preparativos de la lucha y reunió para ello a sus
vasallos Alvar Fáñez y Pedro Bermúdez y a su esposa Jimena. Estando todos
presentes, les explicó los pasos que habían de seguir para evitar que el moro
tomara Valencia: a su muerte, debían lavarlo y untarlo en bálsamo, ponerle sus
ropajes, atarlo a su caballo y colocarle su espada Tizona en la mano derecha;
así, el enemigo no se daría cuenta de su verdadero estado y lograría
infundirles temor.
Jimena no podía dejar de llorar. La
noticia de la pronta muerte de su marido la había abatido. El Cid se dirigió
entonces a ella y le pidió que no llorara, pues era fundamental que no
levantara sospechas al enemigo.
Rodrigo también se encargó de enviar
riquezas a los judíos a los que había estafado, pues no olvidaba la ayuda que
supusieron para él entonces; entregó todas sus posesiones a Jimena y a sus
hijas, y, además, destinó gran parte de su capital a la creación de hogares
para los peregrinos y las personas desfavorecidas. Por último, añadió en su
testamento la orden de que lo enterraran en San Pedro, Castilla.
Y así fue. Todos llevaron a cabo las
últimas voluntades de su señor y lograron vencer la batalla, dado que los
moros, incluidos los reyes, salieron huyendo al ver al Cid sobre su caballo
Babiecas. Aun así, todo el ejército enemigo acabó ahogándose en el agua o
siendo asesinados por los furiosos caballeros del Cid.
Tras esta victoria, se hicieron
inmensamente ricos, pero no se sentían con ganas de celebrarlo, pues se
preparaban para dar sepultura a su señor.
Acudieron a su entierro en Castilla
reyes, familiares, vasallos… Todo el mundo se lamentaba por la muerte de un
héroe ejemplar y glorificaba sus logros, sobre todo este último combate, donde
el Cid, incluso muerto, fue capaz de brindar una última victoria a su gente.
Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid
Campeador, el mayor ejemplo de héroe y caballero en la España medieval, capaz
de enfrentarse a sus superiores en nombre de la justicia y otorgando siempre
protección a sus seres más queridos, podría descansar en paz para toda la
eternidad, pues murió, pero murió honrado.
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